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En el cuento "Hacer un fuego" (1908) [‘To build a Fire’, incluido en el libro Lost Face (1910)], de Jack London (1876-1916), se nos cuenta la congelación de un individuo del que no se
nos dice su nombre. El final es estremecedor; mientras se va hundiendo en el
confortable sopor de la congelación se imagina fuera de sí mismo, muerto sobre la nieve:
Se imaginó a los chicos encontrando
su cuerpo al día siguiente. De pronto se vio a sí mismo junto a ellos, llegando
por el sendero y buscándose. Y, todavía junto a ellos, tras un recodo del
sendero se encontró encogido sobre la nieve. Había dejado de pertenecerse,
porque incluso estaba fuera de sí mismo, de pie con los muchachos y
contemplándose sobre la nieve. La verdad es que hacía frío, pensó. Cuando
volviera a los Estados Unidos les podría contar a los paisanos cómo es el frío
de verdad.
Su perro, al que ha intentado matar para calentar sus manos
en las tripas, regresa al campamento, donde le espera el fuego y la comida.
En "Hacer un fuego" la muerte es vivida por el individuo,
interiorizada, como si se nos dijera "soy yo el que muere, es mi muerte, no la muerte". Es cierto que la fuerza estremecedora del Ártico parece
un monstruo destructor, pero no es así, sólo es una forma de naturaleza viva con
unas condiciones extremas. Muchos cuentos de London
narran más muertes: en uno de ellos dos hombres se quedan solos en una cabaña
durante otro invierno atroz, y terminan enloqueciendo y matándose (cómo no pensar en The Shining (1980), de Kubrick); en otro un vendedor de
huevos se suicida después de ver cómo su mercancía se pudre tras haber luchado
por ella contra la inmensidad del hielo; en otro hay un huracán, en otro un
hombre blanco consigue mediante engaños que los indios lo maten sin
torturarlo... Hay una obsesiva presencia de la muerte en muchos relatos, como si
ella fuera el motor de la vida, o como si aquellos se articularan en torno
no a la lucha por la vida, sino en la lucha contra la muerte.
Marthe Robert, Peter Brooks o Juan Carlos Rodríguez plantean
que existe una relación entre la literatura y la pulsión de muerte. Todos basan
sus trabajos en Freud, Más allá del principio del placer (1920).
Tal vez afirman en realidad que la literatura está determinada también por la
pulsión de vida. Es por ese deseo de vivir que Jack London escribió "Amor a la
vida" (1905) [‘Love of Life’], en el que un hombre solo, exhausto y a punto de
morir de inanición muerde en el cuello a un lobo enfermo para sobrevivir, antes
de ser rescatado por los miembros de una expedición científica. Es por eso que
tengo la sensación de que intenta en este cuento mirar cara a cara a la muerte
y devolverle la sonrisa. Creo que lo consigue.
Jack London en su oficina (1916) |
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En “Ley de vida” (1901) [‘The Law of Life’], incluido en Children
of the Frost (1902), se cuenta la muerte de un anciano jefe indio llamado
Koskoosh; al menos ahora tenemos un nombre y la tentación ideológica de
subjetivizarlo sucede instantáneamente. El lector le dota de identidad, de
rostro, de vida de sujeto: el cuento desmiente al mismo tiempo que afirma – o
quiere afirmar – esa subjetividad. Debido a que la tribu pasa hambre, así como
a su edad, los ancianos de esa tribu son abandonados a su suerte una vez que se
vuelven inútiles (Luis Sepúlveda cuenta una costumbre similar respecto a los
indios del Amazonas en Un viejo que leía
novelas de amor (2000)). En el caso de Koskoosh, serán los lobos y no el
frío, como parece presentirse al comienzo, los que acaben con él. Es una muerte
terrible y tan inevitable como en el relato “Hacer un fuego”. La idea central:
la tarea de la vida es perpetuarse, su ley es la muerte, el individuo no
cuenta. El gesto del jefe indio es de claudicación, de aceptación: al final del
cuento él mismo apaga el fuego, con lo que permite que los lobos (que esperan
en círculo relamiéndose desde hace rato) hagan su trabajo.
El viejo indio monologa sobre su vida como un filósofo
cientifista y piensa una frase curiosa: “To perpetuate was the task of life,
its law was death”. Antes de esta frase, el texto ha repetido insistentemente
esta idea: “Nature [...] had no concern for that concrete thing called the
individual”. El individuo es una “cosa concreta” [concrete thing] y muere. Su principal tarea es la reproducción,
para que la especie no desaparezca. ¿Por qué dice Jack London que la ley de la
vida es la muerte? ¿Por qué la muerte y no la vida, como parece que está
diciendo todo el relato? La ambigüedad del pasaje es desconcertante, pero creo
que también lo era para Jack London.
¿Dónde queda la
Historia? ¿Es tal vez por esa ausencia por lo que Jack London
elige a un individuo de una tribu como protagonista de ese despliegue del credo
darwinista? En este relato, alguien que dice no tener vida (pues pertenece a un
ciclo vital en el que el individuo no cuenta) cuenta al lector su vida, en la
hora de su muerte. Como si se nos dijera: “narro mi no vida”. ¿Cómo podemos
saber sus pensamientos si él no los ha escrito? ¿Puede alguien que no tiene
vida contarla? Quien no tiene vida sólo puede contar el momento de su muerte. La
imposibilidad sucede porque la realidad es suspendida. El Naturalismo como
consuelo de la miserable existencia individual.
Hombres solos en el momento de su muerte, hombres en situaciones límite. ¿No es la literatura una forma de “salvar” al sujeto creándole un espacio en el que pueda existir sin ser abatido por los descubrimientos científicos que lo niegan, como enseña Juan Carlos Rodríguez? El biologicismo y el vitalismo constituye un dispositivo narrativo en el que se esconde una reflexión sobre las condiciones de posibilidad de las subjetividades modernas. El Naturalismo literario lo tematiza, lo presenta, lo “negocia”. Si nos creemos el lenguaje biologicista / vitalista es posible plantear, dentro de las coordenadas de su problemática, una serie de cuestiones: si despojamos la Vida de ideología, queda una forma de materialismo brutal que subraya la crueldad del ciclo; pero si despojamos la ideología de Vida, queda el sueño y los fantasmas del inconsciente (ideológico y libidinal). La ideología forma parte de la vida, es parte de ella, como la producción y reproducción de los habitus, enmascara la brutalidad del ciclo y le intenta dotar de un sentido. Pero no todos somos iguales, no todos vivimos igual. Las diferencias sociales significan diferentes condiciones de existencia. Cuanto más se asciende socialmente más se vive en el sueño de la ideología; sólo en los sectores sociales privilegiados se intenta dotar de sentido a la brutalidad del ciclo, se lo estiliza, se lo poetiza. Los dominados viven esa ferocidad del ciclo de forma más directa, por eso ideológicamente suelen ser más susceptibles de aceptar en sus vidas todo el ideario del darwinismo social, la “ley de la jungla”.
¿Cuántos de nosotros hoy, ahora, vivimos sabiendo que vamos
a morir y que nuestra muerte no importa, que pertenece al ciclo de la
reproducción de unas condiciones sociales de existencia? Constantemente hay
momentos en nuestras “vidas” en los que vivimos plenamente insertos en el
mecanismo de lo social, como piezas perfectamente engrasadas de una máquina
gigantesca. Constantemente creemos en las leyes de nuestros campos sociales, en
las grandes esperanzas y expectativas que nuestro origen de clase ha
incorporado a nuestros cuerpos y nuestro lenguaje. Constantemente creemos que
tenemos “vida”, y la tenemos, pero más difusa, fantasmal y esquiva de lo que
nos hacen creer las leyes del campo y los hábitos de consumo, producción y
reproducción cotidianos. La literatura, sea al escribirla o leerla, es una
forma de negociar todo este embrollo. Y quizás “negociar” no sea la palabra,
por las reverberaciones economicistas que suscita. Me equivoco: tal vez lo sea, vista
la velocidad de capitalización de la vida cotidiana, algo sobre lo que no pudo escribir Jack London, que vivió en otro capitalismo.
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Fragmentos revisados del artículo Biologicismo y literatura: notas sobre dos cuentos de Jack London, publicado en la revista universitaria Letra Clara, Granada, 2005.
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