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¿Creían los griegos en sus mitos?


Un puñado de notas sobre el libro de Paul Veyne (1988), Did the Greeks Believe in Their Myths? An Essay in the Constitutive Imagination. Chicago & London: The University of Chicago Press. [Tr. Paula Wissing. Orig. Les Grecs ont-ils cru à leurs mythes? Editions du Seuil , 1983.]


PAUL VEYNE [1930- ] is professor of Roman history at the University of Paris (College de France). A leading intellectual in France, where he is best known for his study of aristocratic power in ancient Greece and Rome, Le pain et le cirque, he is an editor of and contributor to A History of Private Life. His Roman Erotic Elegy: Love, Poetry, and the West is also published by the University of Chicago Press.


«Igual que los matemáticos aseguran que el arco iris es una apariencia del sol tan abigarrada por el reflejo de sus rayos en una nube, así la fábula [mythos] relatada es la aparición de alguna doctrina cuyo significado es transferido por reflejo en alguna otra materia.» ("Sobre Isis y Osiris", De Iside et Osiride, 358f-359a). 

De esta forma tan sugestiva señala Veyne cómo Plutarco ve la relación del lenguaje con el mito, cuya forma se lo trastoca todo. La imagen recuerda la "refracción" del campo, el cual funciona, de acuerdo con Bourdieu, como un prisma.
Para el polígrafo griego, señala Veyne, la relación entre el mito y la verdad es parecida a la existente entre la luz y el arco iris, y sucede en el firmamento. Verdad-sol, arco iris-mito. La imagen Verdad-Sol es platónica (de hecho Veyne recuerda un pasaje similar de Plotino). No se puede mirar de frente al Astro Rey, ya que produce deslumbramiento y nos obliga a retirar los ojos hacia la nube, donde descubrimos la estampa del arco iris, la descomposición de la luz, el clinamen o declinación, algo para Plutarco jerárquicamente inferior, pero no así para Veyne. Para este último, los monstruos y fantasmas son el reverso paralógico de nuestras imágenes y creencias sobre el mundo, los jeroglíficos mentales del espacio que habitamos. Vivimos en moldes mentales cuya forma semeja – según él y son palabras textuales – la de una pecera, con una capacidad limitada de formar imágenes (de ahí la palabra “imaginación”, que siendo la loca de la casa parece la más cuerda). La masa gris es, por tanto, un universo mental que recuerda la escena de los peces en El sentido de la vida de los Monty Python, de 1983 (año de la publicación del libro de P. Veyne). Lo de la pecera, con ser cómico, no es prometedor, pero le quita hierro al asunto.
El libro empieza con una referencia a la vida cotidiana, una referencia cercana, tangible y bastante ridícula, es decir, que provoca a risa: ¿creen los niños en Santa Claus? La respuesta no es evidente y uno se dice que para ese misterio no hay respuesta. Pero Veyne la tiene: la realidad es que los niños creen y al mismo tiempo no creen en Santa Claus o los Reyes Magos (o Ježíšek o Christkind o Krist Kindle). Los niños checos (ex. gr.) saben que el Niño Jesús – Ježíšek – son sus padres, pero también creen en su venida nocturna para depositar regalos. 
Algo parecido sucede con los fantasmas: no se cree en ellos pero ciertos ambientes (una casa abandonada en medio del campo de noche, un castillo en ruinas), nos ponen los pelos de punta. Y ya se sabe, desde Freud, que una reacción del cuerpo o el gesto espontáneo es bastante más que una letra del alfabeto corporal.

Los planteamientos de Veyne, a medio camino entre la antropología, la teoría crítica y el resultado de su práctica como historiador, no son historia reflexiva descafeinada. Se puede creer en varias cosas al mismo tiempo - escribe - incluso si son contradictorias. Tres son los planteamientos principales de su libro: que en cada formación social coexisten una pluralidad de creencias contradictorias en varios grados de conflicto o respeto mutuo; que la verdad y la realidad son hijas de la imaginación constitutiva de nuestra tribu; que cada mente está balcanizada: «The Balkanization of the symbolic field is reflected in each mind. This confusion corresponds to a sectarian politics of alliance. Regarding myth, the Greeks lived for a thousand years in this state. The moment an individual wishes to convince and be recognized, he must respect different ideas, if they are forces, and must partake of them a little.» [56]
Los griegos creían en sus mitos, pero de varias formas. Los historiadores de una manera, los sacerdotes de otra, las personas sin estudios a la suya, etc. Pero incluso en sus peceras mentales, las ideas y creencias contradictorias podían ser o no conflictivas, compartían espacio social con otras. Y de lo que se trata no es solo de que a cada individuo corresponda un tipo de creencia, sino de la frecuente convivencia en un mismo sujeto, a la vez, de varias formas de aquella.
Los poetas tenían un acceso especial, sobre todo en tiempos arcaicos, a los mitos, pero ello no implicaba que, por razones varias (políticas entre ellas), pudiera haber versiones opuestas; un ejemplo (que no menciona Veyne pero que sin duda conocería) es la leyenda del poeta de la lírica coral, Estesícoro de Himera (fl. aprox. 590 a. C.), el cual se había quedado ciego tras escribir un poema sobre Helena de Troya, recuperando la visión tras la composición de la Palinodia:
No es cierta la leyenda,
no fuiste en las naves de buenos bancos,
ni llegaste a los palacios de Troya.


Los griegos creían en la tradición: era lo “entregado” (trado, traditio) por el pasado, aquello en lo que no se dudaba, pero era una tradición abierta. Los historiadores (Heródoto, Tucídides, Tito Livio en Roma) no citan fuentes, no exponen un cotejo de las mismas, no están obligados a unas normas de publicación para demostrar lo que dicen porque no escriben para la “comunidad científica”. Escriben para diversos públicos y ofrecen varias posibilidades de interpretación. Los mitos eran saberes colectivos transmitidos oralmente y se entendían de muchas formas: podían ser pensados como continentes de un núcleo de verdad o ser interpretados alegóricamente. Con el tiempo, se fueron transformando (también) en un conjunto de materiales usado por los poetas, sobre todo a partir del alejandrinismo (uno de los temas favoritos serán las metamorfosis y catasterismos o transformaciones de héroes y dioses en astros, así Calímaco u Ovidio), convenciones retóricas sobre los que construir relatos: los mitos guardaban un “mensaje” para el que supiera leerlo, y todo lo demás era cáscara, envoltura tradicional, lenguaje del campo simbólico en el que ese mito pudiera ser utilizado.
¿Mantiene Veyne que había otras formas de lectura, de interpretación de la realidad, que diferenciara a los griegos de nosotros? La había: primero, los griegos creían en la mímesis, el espejo; la creencia en el speculum hacía que no se diferenciara entre el medio y el mensaje. Segundo, la similitud o semejanzas entre las cosas. Tercero, había algo oculto que descifrar, alegóricamente o por otros métodos. Sospechamos (con Auerbach y Curtius) que la mímesis y la estética de las apariencias ha sido un modo de funcionamiento interpretativo presente en la escritura hasta la caída del canon aristocrático a finales del XVIII y la llegada del romanticismo y la victoria del paradigma racional de la modernidad. Un modo de funcionamiento en convivencia con las nuevas miradas (ver los trabajos de Juan Carlos Rodríguez) surgidas en las sociedades de transición al capitalismo hasta su implantación definitiva. Con todo y ello: las ideas de la clase dominante no son las de toda la sociedad: en el mundo antiguo están las aniles fabulae (Quintiliano), las fábulas de viejas o de nodrizas, y las fabulae fictae de Cicerón. ¿Creían las nodrizas en los mitos e, igualmente, creían otras personas en los “cuentos de viejas”? Pues probablemente la respuesta es afirmativa: más, claro, que Pausanias y Heródoto, que no se los creían pero los respetaban (y sabían lo que hacían, parece sugerir Veyne). Habrá poetas que no crean en la poesía y lo digan en verso. (No puedo evitar al escribir esto recordar la sabia recomendación de Epicteto: “No hables como un filósofo: actúa como tal”.) La “creencia” es clave como regla del campo, diría Bourdieu, pero ello no implica que se crea igual cuando se habita en otras esferas de la vida. 
La verdad es imaginada o imaginaria, ideológica. “If anything deserves the name of ideology, it is indeed truth”. ¿Qué pasa con la ideología? La ideología es un tertium quid cercano a la verdad y a los inevitables errores o malfuncionamientos azarosos de la verdad; la ideología es un error constante y dirigido. La cuestión aquí es que el término “ideología” se ha convertido en determinados círculos en un fetiche, un concepto que está o demasiado desprestigiado – infravalorado ­­- o sobrecargado de autoridad, dependiendo de en qué red o ambiente uno esté o crea que está; en determinados círculos, “ideología” fue y es un concepto algo “bloqueante” (cf. Žižek). Hay tantos conceptos de ideología que ya no se sabe qué se va a entender cuando se lea y esto mismo sucede cuando el término aparece en Veyne (dada la época, no podía no aparecer). Lo que este profesor sugiere es una deflación del mismo: la ideología existe pero no es un primer motor inmóvil que lo explique todo; no se trata sólo únicamente de ideas, mantiene, sino también de una cuestión de actitudes mentales en distintas actividades de la vida. Como si sintonizáramos un canal imaginario diferente (la imagen es suya) cada vez que hacemos algo distinto. “La vida diaria se encuentra en un cruce de caminos de la imaginación.” «Our daily life is composed of a great number of different programs, and the impression of quotidian mediocrity is precisely the result of this plurality, which in some states of neurotic scrupulosity is sensed as hypocrisy. We move endlessly from one program to another the way we change channels on the radio, but we do it without realizing it. Religion is only one of these programs, and it rarely acts within the others.» [86] Lo que sucede al nivel de las prácticas y de las ideas es parecido al clinamen en Epicuro (tan bien explicado por Lucrecio en De rerum natura): la ideología de una época existiría si no hubiera clinamen. Pero lo hay.
(Un problema en la argumentación presentada en este blog es si “creencia” es igual a “ideología”. De nuevo Juan Carlos Rodríguez, en varios de sus escritos: la cuestión del “yo” o del “yo-soy”; “yo” como el pronombre de primera persona transhistórico y el “yo-soy” como inconsciente ideológico de las formaciones sociales burguesas.)

“Creencia” e “ideología”: ¿Qué sucede con la religión? Los lazos del mito con la religión eran laxos, flojos. No eran raros los casos de literatos, filósofos y científicos de la antigüedad que no creían en los dioses: Cicero, De natura deorum 3, 5; Epicuro, Lucrecio, los abiertamente ateos (como el presocrático Hippon), la cuestión de la mortalidad del alma en Aristóteles y un largo etcétera. Ovidio en su Ars amandi, proclama que su poema no ha sido dictado por Apolo ni las Musas sino que es resultado de la experiencia, y afirma en 1, 637-8:

expedit esse deos, et, ut expedit, esse putemus;
dentur in antiquos tura merumque focos
[Es toda una ventaja que haya dioses, y, ya que es una ventaja,
pensemos pues que existen: ¡Incienso y vino en sus fuegos antiguos!]

Los individuos viven en dispositivos de poder, en discursos en los que, más o menos conscientemente, eligen. Las ideas de la clase dominante lo son de la clase dominante y no carecen de contradicciones, se encuentran en proceso de transformación y crítica constantes. En los dominados la existencia de la ideología dominante sucede, digamos, en precario, y no solo a nivel esquemático. Las clases populares (como mostró por ejemplo Robert C. Knapp en su libro sobre Roma, Invisible Romans. Prostitutes, outlaws, slaves, gladiators, ordinary men and women (2011)) creen y no creen en el imaginario dominante, dependiendo de los campos de fuerza en que vivan y de los intereses, porque de lo que se trata es de sobrevivir día a día en un mundo en el que la esperanza de vida era poca. Adoptan los códigos dominantes dependiendo del contexto social en el que se muevan. Unos creen, otros no, otros creen en varias cosas, otros en nada. Suelo preguntarme qué sucedería si conserváramos al menos el setenta por ciento de la literatura antigua: seguramente aparecería algo más complejo que la imagen legada por el humanismo o por las lecturas historicistas vulgares (la “mentalidad de una época”).
Ello no quiere decir que haya que despachar sin más nociones como "ideología" o "inconsciente ideológico". Si algo enseña el librito que comentamos es a usar ciertos conceptos complejos y delicados con la delicadeza con que se maneja la porcelana. Mucho más si la vamos a utilizar con el resto de los utensilios de la cocina teórico-crítica. Más que hablar de una "ideología de época" o de una "matriz", quedémonos con el concepto de "balcanización"  de los inconscientes, la "balcanización del orden simbólico reflejada en cada mente".
El programa de verdad histórica del libro de Veyne es reflexionar sobre la constitución de la verdad a lo largo de los siglos y en mirar hacia atrás para ver el itinerario de la ruta que se ha atravesado. “It is a product of reflectivity”. Solo la reflexión histórica puede clarificar los programas de verdad y revelar sus variaciones, el zigzagueo de la mentada ruta. Veyne proclama que se trata de una concepción nietzscheana de la historia, invocando una hermenéutica equilibrada por la fuerza explicativa de los hechos. Pero el historiador parece vacilar entre los hechos y el relativismo de que todo es interpretación, sin saber a qué atenerse.
Conforme el libro avanza, tras la exposición de la tesis de la balcanización de la mente como forma de distribución social del conocimiento, su escritura se espesa y se vuelve más ensayística, dando vueltas a las ideas que ha expuesto en los primeros capítulos, la mitad del libro. Sería agotador tratar punto por punto las ideas propuestas, lanzadas a impulsos, como la mención a la tríada de sospechantes (Marx-Nietzsche-Freud), tan manida pero entonces de moda por Ricoeur y Foucault; sus bípedes homenajes a Habermas y Foucault; las sorprendentes frases “Ya nadie cree que haya una naturaleza humana…”, “¿qué hacer?, ¿todo es irracional y relativo?”… después de hablar de Nietzsche; y algunas frases lapidarias y cargantes como: «Truth is the thin layer of gregarious self-satisfaction that separates us from the will to power.» (“la verdad es la delgada línea de la autosatisfacción gregaria que nos separa de la voluntad de poder”), más sonoras que profundas.
Hacia el final resulta sintomático que se explaye en la vieja paradoja del mentiroso (Epiménides el cretense dice que todos los cretenses son unos mentirosos; ver también el inicio de los Relatos verídicos o "Historia verdadera" de Luciano, al que no cita Veyne). Afirma la historicidad del gusto, la literatura y del arte, aloja la verdad en palacios de la imaginación, dibuja un cuadro de sociedades formadas por multitud de verdades, de palacios agregados unos a otros de manera amorfa, y termina.
El pasaje de Plutarco (con el que se inició esta breve reflexión sobre el gran librito de Veyne) es muy difícil y también podría traducirse de esta forma: «Igual que el arco iris, según los matemáticos, es un reflejo del sol, y debe sus muchos matices al retraimiento de nuestra mirada para fijarse en la nube, así los mitos aquí referidos no son sino los reflejos de algún relato verdadero que vuelve nuestros pensamientos a otros asuntos». A Plutarco y a Veyne me gustaría preguntarles esto - una interrogación parecida a la de mi amigo Carlos Enríquez: ¿qué se hace con los espacios vacíos entre cada uno de los colores del arco iris?

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