Otro año (película;
Mike Leigh, 2010)
Un relato se
convierte en realista no porque hable del mundo de forma creíble, sino por un
pacto de creencia implícito del lector de forma que éste acepte como (la)
realidad lo que es (una) ficción individual, una creación particular. Ello
puede ser más fácil si las existencias o visiones de la realidad son similares,
incluso si el creador, desde la doxa del campo, tiñe de ideología poética su
visión, estilizándola o estetizándola como ocurre en tantos textos que intentan
poetizar la prosa de la cotidianeidad o, dicho de otra forma, hacer poesía de
la vida cotidiana. (Un ejemplo español es La
soledad (2007), dirigida por Jaime Rosales.) La homogeneización de las
existencias en las formaciones sociales occidentales hace que el pacto con el
lector se automatice. Sin complicidad no hay secreto.
Otro año sitúa su acción en la sociedad
británica de principios del siglo XXI y describe a varios personajes de vidas
anodinas y anónimas. No queda claro qué ha querido decir el creador de esta
película, el director y guionista Mike
Leigh. Su ambigüedad es inquietante pero por ello mismo hace de la película una
pequeña joya del género del familiarismo cotidiano y de las relaciones
frágiles.
En un espacio social
relativamente reducido (una casa, una oficina,
un jardín, pero sobre todo una casa, la del bendito matrimonio), se
confrontan varias vidas que conforman los estereotipos a los que aboca la sociedad
británica, atomizadora, competitiva y aburrida como pocas. Hay un matrimonio
perfecto de dos individuos blancos a punto de jubilarse que empiezan a saberse
cercanos a la muerte. Son pacíficos y sonrientes e irónicamente se llaman Tom y
Gerri. Su existencia es casi perfecta, demasiado perfecta. Alrededor de
ellos gravita una constelación de
existencias dañadas, llenas de pasiones ahogadas, soledad y neurosis: una
divorciada medio alcohólica, Mary, un gordo solitario también excesivo con el
alcohol, Ken, y Carl, el sobrino de Tom. Mary, mujer madura y angustiada por la
soledad, es el centro del relato. Su sufrimiento, palpable en la incapacidad
para superar su abandono, es inquietante, por la violencia soterrada que
despliega.
Tom (científico,
ingeniero) y Gerri (psicóloga) son lo que en español se conoce como "buena
gente". Ambos esperan la muerte con tranquilidad, satisfechos de sí mismos
y de sus vidas, en un bienestar de clase media sin problemas relevantes, pues
aunque les preocupa la soltería de su hijo Joe (Oliver Maltman), la cuestión
queda resuelta cuando éste encuentra a una joven, Katie (Karina Fernández)
alrededor de la mitad de la película. Vidas normales, no conflictivas,
felizmente banales y banalmente felices. El matrimonio semiperfecto tiene un
jardín epicúreo que ambos trabajan con frecuencia: puede leerse como la
tradicional metáfora del buen granjero o de una vida fructuosa.
Tanta felicidad
atrae al dolor como la miel atrae a las moscas, porque ¿quién no querría tener
una vida así, ser tan pacíficos, tan... perfectos? Y ellos responden al dolor
ajeno con tolerancia amable, compresión y capacidad de consejo (Gerri, como he
dicho, es psicóloga). En tanta normalidad hay algo que me produce un extraño
repelús: tanta condescendencia, tanta satisfacción de sí y de sus mundos, sus
comentarios irónicos, su cómplice mirarse de reojo en los diálogos con las
llanteras de Ken o Mary.
La escena más larga
y la que mueve la película en otra dirección es la del entierro de la cuñada de
Gerri. El hijo mayor de la fallecida , Carl, inaccesible al diálogo, representa
la incapacidad de comunicación. El tipo, ante la amabilidad y bondad de Joe,
Tom y Gerri, reacciona de forma irracional, violenta, animal. En cierto sentido
representa toda la represión, conflicto y oscuridad de los conflictos
familiares y sociales. El espectador debe imaginarse el porqué de tanta
violencia corporal, gestual.
En otro momento de
la película Mary, interesada - más allá de lo permisible socialmente - en el joven hijo de T y G, rebasa por su
parte la barrera de tolerancia y paciencia. Su violencia se oculta en el
nerviosismo de sus gestos y en su lenguaje y ataques verbales a la nueva novia
del hijo del bendito matrimonio, Katie, todo lo que Mary no puede ser. El
matrimonio la expulsa aunque poco después, Gerri decide "reaceptarla"
en el rebaño con una frase brutal: no te metas en mi familia.
Dos tipos de
violencia, Mary y Carl, incontrolables, insociables que, al mismo tiempo, ponen
el marcha el relato y la reflexión ya que, como explica un crítico en el Guardian, sus vidas son muchos más interesantes que las del aburrido, plácido,
pacífico y casi insoportable matrimonio bendito. Ahora bien, ¿por qué son
"interesantes" el dolor o la violencia? Parece claro que sin
conflicto no hay relato: el atrevimiento de Mary y el resentimiento de Carl lo desencadenan.
Quizás únicamente
con la existencia sin sentido, casi ahistórica, de T y G, no habría película, o
sería tremendamente aburrida, y es posible que sea imposible hacer del
aburrimiento una obra de arte. El verdadero protagonista del texto es el dolor,
como deja clara la primera escena (la consulta a Gerri-psicóloga de la mujer
infeliz, de la que no se nos dice el nombre). La normalidad es aburrimiento,
tedio, y el inevitable dolor es tolerable siempre que esté domesticado. ¿Puede el sistema domesticar el dolor?
Ficha técnica: Another Year [enlace], Mike Leigh 2010;
británica. Reparto: Tom y Gerri (respectivamente, los actores Jim Broadbent y
Ruth Sheen); Mary (Lesley Manville); Ken (Peter Wight); Carl (Martin Savage);
Joe (Oliver Maltman); Katie (Karina Fernández).
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