(Versión corregida y revisada del artículo “La novela familiar freudiana en
la literatura y el cine (notas)”, publicado en Studia Romanistica (2009), vol.
9, 1, 97-105. ISSN: 1803-6406.)
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Las palabras, que fueron en un pasado mágicas, aún retienen algo de ese
ancestral poder mágico. (Freud)
Los relatos articulados por la “novela familiar del neurótico” forman el
esqueleto y andamiaje de los artefactos literarios y cinematográficos, soportes
materiales privilegiados donde se vivifican las mitologías subjetivas. En el
caso de la narrativa, no se debe confundir con los relatos “familiaristas” (que
tematizan directamente la familia o que se nuclean en torno a la misma), pero
sorprende pasmosamente la fenomenal abundancia y proliferación de narraciones
pivotando en torno a la envidia edípica, el padre caído, la falta materna, el
huérfano abandonado… arquetipos argumentales superabundantes, por otro lado, en
el cine.
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En 1909 apareció publicado en el libro de Otto Rank, El mito del
nacimiento del héroe, un pequeño ensayo de Freud titulado “La novela
familiar de los neuróticos”. Freud habla de la “novela familiar” también en sus Tres
ensayos para una teoría sexual (de 1905) y en diversas cartas a su
amigo Wilhelm Fliess. La datación del texto de Freud la tomamos de Ángela
Olalla (1989, 1999), cuyo trabajo, junto al de Marthe Robert (1973) y el de
Carmen Ribes (1995), es imprescindible:
«Según los descubrimientos de Freud, en el orden psíquico existe un tipo de
imaginación no escrita que se presenta como una pre-novela o forma de ficción
elemental, tan extendida y de contenido tan constante que hace que el “patrón”
del relato pueda variar pero nunca cambia de decoración, ni de personajes, ni
de argumento; jamás pierde su color afectivo ni los confusos deseos que lo
obligan a camuflarse, como si su monotonía estuviese ligada a una necesidad
primordial. Ese mito, absolutamente original en su estructura, específico en su
contenido y patológico por el modo en que se solicita su vivificación, recibió
por parte de Freud el nombre de “novela familiar de los neuróticos”. Este
fragmento de literatura silenciosa (consciente en el niño, inconsciente en el
adulto normal y tenaz en los casos de neurosis), está olvidado en el adulto
normal, reapareciendo únicamente en las condiciones especiales del tratamiento
analítico en forma de vestigios, y sólo resulta patológico en el adulto que
continúa creyendo en él y elaborándolo. Cuando el niño urde la trama de su
“novela familiar” es porque la necesita para superar la primera decepción en la
que su idilio familiar corre riesgo de naufragio. Se trata, por tanto, de un
expediente al que recurre la imaginación para resolver la crisis típica del
crecimiento humano tal como lo determina el llamado “complejo de Edipo”.»
(Olalla, 1999: 35)
La “novela familiar” es, por tanto, un mito individual, subjetivo, en el
que se proyectan una serie de representaciones con las que se imagina y brega
con el proceso de socialización, el arrancarse del seno familiar. El individuo
en un principio depende absolutamente de su madre – del cuerpo de su madre –,
del cual, con el tiempo, deberá separarse. Durante la infancia, el niño tendrá que
aprender a separarse de sus padres, dejar de depender de ambos progenitores
hasta el alejamiento total, porque así lo prescribe la sociedad:
«Las exigencias de la sociedad, la exigencias de la cultura, pueden ser,
son de hecho antagónicas a las del individuo, en lo que se refiere a la pulsión
sexual por ejemplo. La sociedad, la cultura, exige al individuo el sacrificio
importante de una parte de sus tendencias más íntimas como la propia noción de
“socialización” pone de manifiesto.» (Ribes, 1995: 2)
Y esta herida deja, sin duda, cicatrices. La “novela familiar” comienza a
tomar forma en la infancia y la etapa pre-puberal, periodo de latencia sexual,
desarrollándose y ampliándose en la pubertad, cuando el individuo es consciente
de la sexualidad. «Este fragmento de literatura silenciosa» constituye una
ficción imbricada en la constitución imaginaria del individuo como “yo-sujeto”
y no se elabora sólo para superar la situación de crisis del idilio familiar
(sensación de abandono o menosprecio, falta materna), sino para «aumentarla,
exihibirla y vanagloriarse de ella puesto que es la única justificación
plausible del embrollo biográfico que tiene por misión llevar a término»
(Olalla, 1999: 35). No sorprende, por tanto, que en las formaciones sociales
burguesas, en las que prevalece el modelo de la familia “nuclear”, esté
extendida de tal modo que haya que concederle un valor casi universal (Marthe
Robert, 1973: 37). En cuanto a las ficciones o imaginaciones, el niño, hacia la
época de la pre-pubertad, fantasea en sus juegos, sueña despierto, sustituyendo
por otros a sus padres menospreciados o despreciadores, enalteciendo los padres
ajenos y queriendo unos padres diferentes, mejores, perfectos; cuando en la
época de la pubertad se deja de ignorar la sexualidad, con los nuevos
conocimientos adquiridos (pater semper incertus est, pero la madre es certissima)
las fantasías toman otro rumbo, exaltando o hundiendo a su padre y comenzando a
imaginar situaciones y relaciones eróticas, «tendencia que es impulsada por el
deseo de colocar a la madre —objeto de la más intensa curiosidad sexual— en
situaciones de secreta infidelidad y de relaciones amorosas ocultas»
(Freud, 1993: 1362). En ambas fases los hermanos menores tienden a
utilizar sus creaciones imaginativas para castigar o vengarse de sus hermanos
mayores, y estos las suyas contra los nuevos competidores… en suma, una guerra
interna de poder sustentada por la envidia edípica. La sensación es que el
mundo familiar así concebido parece un universo hobbesiano. Sin embargo, “no es
para tanto” —dice, comprensivo y sensible, Freud—, ya que «estas obras de
ficción, aparentemente tan plenas de hostilidad, no son en realidad tan
malévolas, y hasta conservan, bajo tenue disfraz, todo el primitivo afecto del
niño por sus padres» (1993: 1363). No se trata, por tanto, sino de una
nostalgia por un feliz tiempo pasado, el territorio idílico de un paraíso
perdido; la fantasía del niño no es, en el fondo, «sino la expresión de su
pesar por haber perdido esos días tan felices» (ibíd. 1363).
Según Marthe Robert, correspondiendo a las dos fases, hay dos tipos de
pequeños fantaseadores: el expósito (que correspondería a la
primera fase, asexuada), un robinsón huérfano y abandonado creador de mundos
fantásticos, fantaseador fascinado por sus sueños y metamorfosis, habitante y
héroe de sus mundos imposibles (Kafka, Cervantes, El túnel, Oliver
Twist, Los viajes de Gulliver, Alice in Wonderland); y
el bastardo, feroz en su escudriñamiento de la realidad en busca de
la verdad, más avanzado, obsesionado por la clasificación y racionalización de
lo real, aunque prisionero de su antigua magia (Dickens, Balzac, Faulkner).
Claro que ambas criaturas nunca dejan de tener rasgos adyacentes.
El porqué de la monotonía de la “novela familiar”, de esa necesidad
primordial de su repetición, en muchos casos compulsiva hasta la zozobra, es un
tanto confuso. Ese mito subjetivo, original y patológico «por el modo en que se
solicita su vivificación» (Olalla, 1999: 35) es posible que retorne como
compensación, como un juego, una compulsión repetitiva, incluso como un gesto
utópico que intenta subvertir una verdad mintiéndola o un deseo que retorna en
los dibujos y lenguajes de los sueños. El grado de esta capacidad de mentirse
diciendo la verdad varía enormemente.
La novela de papel, un instrumento de inmensa eficacia virtual según Marthe
Robert, es epígono de la novela familiar inconsciente: «El género novelesco es
un género edípico que imita un fantasma novelesco sin código artístico» (1973:
54), como plantea Ángela Olalla:
«La literatura novelesca carece de prohibiciones; el número y estilo de sus
variaciones formales es infinito; ¿de dónde le viene a la novela esa enorme
libertad para pulsar todos los registros, adoptar todos los tonos y, sin
embargo, ser reconocida? Sólo su contenido profundo parece fijo, sólo tiene
obligaciones con respecto al fantasma cuyo programa lleva a cabo; sólo obedece
la ley derivada del testimonio familiar cuyos deseos inconscientes prolonga. Si
no creemos en la existencia de la “novela familiar”, si la consideramos epígono
de un género no escrito íntimamente vinculado a las etapas de la existencia,
¿qué lógica rige la irracionalidad de la creencia en lo novelesco? ¿Cómo ella
misma pretende no representar, no ser literatura, sino pertenecer directamente
a la realidad? Si verdaderamente nuestra novela deriva su esquema de la “novela
familiar” y es ésta la que le transmite su carácter convincente, el género
novelesco sería un género “edípico” que, en lugar de reproducir un fantasma
según las reglas establecidas por un código artístico preciso, imitaría un
“fantasma novelesco”, o sea, un esbozo de relato, depósito de historias futuras
y única convención.» (Olalla, 1999: 40)
Sin esa lógica productiva inconsciente fundamentando el género novelesco,
las conexiones novela-vida no se darían más que en ese gigantesco escenario de
papel que es una novela, pero lo crucial es que ésta se obsesiona por hacernos
creer que lo que está narrando es algo “real”: «La novela -dice Virginia Woolf
con el buen sentido de un espíritu profundo-, es la única forma del arte que
trata de hacernos creer que nos da una relación completa y verídica de la vida
de una persona real» (M. Robert 1973: 29).
En el cine, la imagen fascina, atrae, seduce, y sus creaciones parecen
construirse como el lenguaje de los sueños: «Freud cuenta que la primera vez
que vio una película él no podía levantarse del asiento, que la repetición,
el desplazamiento y la condensación que él
veía allí, incluso la imagen del tren que “se salía” de la pantalla, “eso”
tenía la misma estructura de sus sueños y de los sueños de sus pacientes»
(Rodríguez, 2005: 90). Las pantallas de cine (y televisión; DVD, video, con las
diferencias en la privacidad y el “flujo continuo”) están empapadas de un
erotismo que construye el deseo, pero algo más importante: están empapadas de
nuestra vida cotidiana, como si pretendieran darle (darnos) un sentido. La
dialéctica del cine (como la de la pintura) es la de la presencia / ausencia,
porque el arte (¿sólo el arte?) consiste en llenar un vacío, ordenar un espacio
en torno a un vacío. El cine parece más relacionado con el voyeurismo y
con la lógica de las “ensoñaciones diurnas”, actividad favorita de los pequeños
—y a menudo no tan pequeños— fantaseadores.
Las “ensoñaciones diurnas” o “ensoñaciones de vigilia” se relacionan con la
actividad fantaseadora (también de la “novela familiar”) y son importantes para
considerar la literatura y la creación artística en general (ver “Creative
Writers and Day-dreaming”, de Freud (1908) (Brooks, 1993: 283)). Al respecto,
el texto de Freud titulado “Fantasías histéricas y su relación con la
bisexualidad”: «Estas fantasías son satisfacciones de deseos nacidos de una
privación y un anhelo y llevan con razón el nombre de “sueños diurnos”, pues
nos proporcionan la clase de sueños nocturnos en los cuales el nódulo de la
producción del sueño aparece constituido, precisamente, por tales fantasías
diurnas, complicadas, deformadas y mal interpretadas por la instancia psíquica
consciente. Estos sueños diurnos interesan vivamente al sujeto, que los cultiva
con todo cariño y los encierra en el más pudoroso secreto, como si contasen
entre los más íntimos bienes de su personalidad» (Freud, 1993b: 1349).
El psicoanálisis enraíza estas actividades en la
sexualidad; para el afamado Peter Brooks (Body Work: Objects of Desire in
Modern Narrative, 1993) el deseo del cuerpo es el centro de estas
imaginaciones: «On the plane of reading, desire for knowledge of that body and
its secrets becomes the desire to master the text’s symbolic system, its key to
knowledge, pleasure, and the very creation of significance» (1993: 8). Brooks establece una relación entre lo que el
psicoanálisis llama «epistemofilia» y «scopofilia» y la creación artística e
intelectual, como una energía que sostiene cualquier narrativa (Brooks, 1993:
xiii, 7, 9, 22, 48, 83, 84, 89, 90, 98, etc.). Como metáfora de esta curiosidad voyeurística,
basta citar simplemente Rear Window (“La ventana indiscreta”
(1954)) de Alfred Hitchcock (todo un clásico), donde un inmobilizado fotógrafo
se dedica a curiosear desde la ventana de su piso con su teleobjetivo en las
vidas de sus vecinos (incluida la guapa bailarina del piso de enfrente) hasta
descubrir un asesinato con descuartizamiento (una mujer asesinada por su
marido); el personaje resuelve el asesinato y su recompensa es volver a
descubrir, con su novia, la completitud erótica (Brooks, 1993: 122).
¿Cómo suceden estos procesos, cuál es el impulso de este deseo de ver, de
escribir, de leer? Freud y Lacan lo ligaron a la “sublimación”.
Sublimación
Freud plantea la posibilidad de que el sujeto pueda «desviar su excitación
sexual hacia fines más elevados» (1993b: 1350). “Sublimar” puede no ser sólo
una “elevación” relacionada con lo público, y el arte «no es la única forma de
sublimación», sin embargo, «en tanto que tal, Freud acentúa, promueve como su
condición el reconocimiento social (curioso criterio y exterior al
psicoanálisis)» (Ribes, 1993: 15). Pública o no pública, reconocida o no, la
creación artística, imaginativa o intelectual, si usamos —como Carmen Ribes— la
metáfora del alfarero (el vaso que introduce en el mundo la noción de lleno y
del vacío), gravita en un organizar el vacío, en construir en torno a un hueco.
La sublimación se sitúa en el campo de las pulsiones y
puede definirse como un proceso, un mecanismo que haya su energía en la fuerza
de la pulsión sexual transformando la tendencia sexual. En Lacan se ordena en
referencia a lo que llama la Cosa, el objeto perdido, que alude a ese cuerpo de
la madre del que el niño se tuvo que separar. La Cosa no puede simbolizarse,
«escapa a toda imaginarización» (Ribes 1993: 15), y la “falta” (manque)
se relaciona siempre con el deseo, de donde el object petit a de
Lacan es definido como un resto, un vestigio de lo Real.
En Freud hay dos interpretaciones. Por un lado, la sublimación como
actividad fantaseadora, generadora de fantasías que provienen de lo “oído” y
entendido “con posterioridad”, las cuales forman edificios protectores de
embellecimiento y autodescargo (La primera tópica: Tres ensayos… cita
de Ribes 1993: 14) y, por otro, la sublimación como libido de objeto,
intercambiable por el amor del sujeto a su propia imagen (Segunda tópica: Introducción
al narcisismo, cita de Ribes 14-15).
Para C. Ribes, «la “novela familiar” constituye la consolidación del
fantasma como tal» (1995: 9); el fantasma se define como: «Una variante de la
fantasía, vamos a decirlo así, de la actividad fantaseadora, cuyo carácter de
intimidad, de privacidad […] tiene la particularidad de ser inconsciente, es
decir, aún más íntimo si cabe, privado hasta de conciencia. Nos vamos a
conformar, provisionalmente al menos, con esa definición del fantasma añadiendo
que tiene un marcado carácter erótico -de ahí lo íntimo- y que, al modo de una
fórmula condensada, resume el modo de relación del sujeto con su objeto sexual»
(1995: 3). La sublimación como mecanismo o como lógica productiva generaría los
relatos de papel, epígonos de la “novela familiar”: «Las fantasías que componen
la “novela familiar”, expresadas discursivamente, contadas de hecho, tienen un
aspecto novelesco, podrían constituir un argumento de novela. Y de hecho lo
constituyen» (1995: 9).
La “novela familiar” organiza y glorifica los huecos e imaginaciones
patógenas del embrollo biográfico. Con todo, las historias se cuentan por el
final. El fantasma al que realmente se teme por su deformidad e inevitabilidad
es la muerte, siempre en relación con la Cosa (el vacío, el horror) y
omnipresente en la organización de aquello que creemos “vida”. La muerte, el
final, es un desconocido que todos sabemos que acabará por visitarnos (Georges
Bataille la consideraba una especie de “milagro”), y ese final, precisamente,
es el punto de gravitación sobre el que se organiza, se da sentido a toda
narrativa.
Narrativa y pulsión de muerte
En su trabajo “Freud’s Masterplot: A Model for Narrative”, Peter Brooks,
basando su argumentación en el trabajo de Freud titulado Más allá del
principio del placer (de 1920) plantea la pulsión de muerte como
proceso implicado en la creación narrativa: «The sense of a beginning, then,
must in some important way be determined by the sense of an ending. We might say
that we are able to read present moments - in literature and, by extension, in
life - as endowed with narrative meaning only because we read them in
anticipation of the structuring power of those endings that will
retrospectively give them the order and significance of plot» (1984: 94). (Nótese el paréntesis: «In literature and, by
extension, in life», a propósito de la relación literatura / vida). Brooks
describe así su modelo: «It is rather the superimposition of the model of the
functioning of the psychic apparatus on the functioning of the text that offers
the possibility of a psychoanalytic criticism» (ibíd. 112). Un texto es la cathexis (término
psicoanalítico que designa la concentración de energía psíquica en una
dirección) de un relato inconsciente, una repetición compulsiva, un eterno
retorno de lo mismo: «Repetition creates a return in the text, a doubling back. We cannot
say whether this return is a return to or a return of: for instance, a return
to origins or a return of the repressed» (ibíd. 100). En punto de tensión se evita llegar al final
demasiado pronto, repitiendo el principio y sirviendo con diligencia los
imperativos del principio del placer. Se quiere retornar a un estado de
reposo primigenio, aunque el cuerpo busca una muerte propia, morir “a su
manera”: «The organism must live in order to die in the proper manner, to die
the right death. One must have the arabesque of plot in order to reach
the end. One must have metonymy in order to reach metaphor» (ibíd. 107). La posibilidad de sobreimposición de esta
dinámica psíquica es posible en tanto que el motor de este deslizarse en la
cadena de significantes es el deseo, algo en lo que insiste Brooks: «Desire
reformulated as Eros thus in a large, embracing force, totalizing in intent,
tending toward combination in new unities: metonymy in the search to become metaphor»
(ibíd. 106). Pese a que la argumentación parece un poco sobrecogedora y
mistérica, Brooks plantea la creación intelectual como una cuestión pulsional
(tal vez haya que considerar, quizás, una “pulsión de vida”).
Mitos y mitologías
Todos estas nociones que hemos expuesto de forma tan esquemática no pueden
considerarse aisladamente: deben enlazarse a otras cuestiones importantes que
anotaremos brevemente.
Cuando uno se topa con el psicoanálisis, tiene la sensación de vérselas,
por un lado, con arcanos indescifrables y, por otro, con una cuestión de
creencia. El uso del psicoanálisis, si no se actúa con precaución, corre
siempre el riesgo de transformar unas valiosas herramientas analíticas en mera
ideología psicoanalítica, en vulgata pseudointelectual. Carmen Ribes señala en
su trabajo el especial cuidado que hay que tener para no caer en la “ideología
edípica” (más o menos una creencia en la sagrada familia) a la hora de servirse
del instrumental psicoanalítico en la lectura. El “mito de Edipo” es un mito,
pero subjetivo. Sin duda, el inconsciente es un descubrimiento que no puede
ignorarse y no deja de sorprender que, incluso hoy, términos y nociones como
«complejo de Edipo», «novela familiar», «sublimación», «voyeurismo»,
«scopophilia» o «pulsión de muerte» provoquen encogimiento de hombros,
incredulidad y hasta diversión.
¿Hasta qué punto los procesos anotados en este ensayo se implican en la
creación artística e intelectual y, en cierto sentido, en otras actividades
humanas? En primer lugar, está claro que para la literatura hay que tener en
cuenta la tradición literaria y sus mitos, la cuestión de las reglas del género
y las determinaciones y límites del mismo; la libertad de la novela explica,
como dijimos, su adaptabilidad a la “novela familiar” y su éxito. En la
construcción de subjetividades y su representación, por otro lado, la dinámica
del campo literario es crucial. Algo similar sucede con el cine, donde también
existe una historia creativa, géneros, diferentes tradiciones, mitologías culturales,
así como diversos campos de producción simbólica con sus leyes particulares.
En segundo lugar, la relación entre el mito y la ideología. En toda
formación social los mitos constituyen imaginarios y lenguajes que suelen estar
marcados por el discurso hegemónico, por el Mito dominante. Los mitos de las
formaciones sociales burguesas se articulan en torno a la ideología
(inconsciente) del Sujeto, tal y como lo ha estudiado en su despliegue en los
artefactos literarios Juan Carlos Rodríguez a lo largo de numerosos trabajos
(e. g. 1994a, 1994b, 1990) desde los años 70. El filósofo esloveno
Slavoj Žižek (1999) planteó el «punto de sutura» como forma de explicar la unión
del inconsciente libidinal y el ideológico: «The point de capiton is
the point through which the subject is ‘sewn’ to the signifier, and at the same
time the point which interpellates individual into subject by addressing it
with the call of a certain master-signifier (‘Communism’, ‘God’, ‘Freedom’,
‘America’) – in a word, it is the point of the subjectivation of the
signifier’s chain» (1999: 101).
Esta relación inestable, a través de la cadena significante, se complicaría
aún más si consideráramos otros modelos o planteamientos que no pueden
obviarse, como los del sociólogo francés Pierre Bourdieu, centrados más en el
cuerpo. Igualmente, las feministas han señalado numerosas fallas en el edificio
conceptual psicoanalítico (p. ej. un cierto falologocentrismo).
En las formaciones sociales contemporáneas, puesto que vivimos en la
sociedad de la imagen, el cine y (sobre todo) la televisión juegan un papel
fundamental en la producción y reproducción de sus mitos; en literatura, la
novela. Y teniendo en cuenta que la esfera privada ha sido sacralizada en el
capitalismo posmoderno como la única esfera social par excellence donde
el sujeto (cree que) existe como tal Sujeto, no sorprende que las
constelaciones de este tipo de relatos que se fundamentan en fantasmas
inconscientes, con o sin temática familiarista, proliferen de forma tan
pasmosa. Y aunque es difícil saber por dónde discurre la corriente subterránea
de fantasmas (edípicos o no) en muchos productos artísticos e intelectuales,
son tantos los artefactos cinematográficos y literarios en los que los
espectros familiares campan por sus respetos que conviene andar alerta si se
quiere evitar la agresiva porosidad de estos ejércitos de sombras.
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OLALLA, Á. (1989), La magia de la Razón (Investigaciones sobre los cuentos
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ŽIŽEK, S. (1999
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New York: Verso.
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