Douglas Kellner, Herbert Marcuse Collected Papers,
Vol. III. The New Left and the 1960s. London, Routledge, 2005.
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El
mito de los 60 que se nos ha intentado vender y que se nos cuela a través de lo
que Fred Jameson llamaba nostalgia film y
a través de la moda (uno no puede evitar recordar las campañas de marketing de
O2 - “la revolución ya está aquí” -, Renault Zoe - “únete a la revolución” - o el
vodka con imágenes del Ché Guevara) es un producto de consumo que neutraliza la
dimensión política e ideológica de una serie de transformaciones y conflictos sociales
de enorme complejidad. Los movimientos
norteamericanos por los civil rights
tienen algo compartido con la lucha antifranquista o lo que sucedía en Italia,
Francia o Alemania, pero corresponden a conflictos diferentes que se articulan
al problema de la dominación global y la Guerra Fría. Esto es una perogrulllada
pero hay que dejarlo claro al inicio de esta entrada para evitar malentendidos.
Richard
Sennett, al inicio de su libro The Culture of the New Capitalism (2006),
dice de los “jóvenes radicales” de los 60 algo bastante duro, y quizás no le
falta razón: “Hace medio siglo, en los años sesenta -aquella época fabulosa del
sexo libre y del libre acceso a las drogas-, los jóvenes radicales más serios
lanzaron sus dardos contra las instituciones, en particular las grandes
corporaciones y los grandes gobiernos, cuya magnitud, complejidad y rigidez
parecían mantener aherrojados a los individuos. La Declaración de Port Huron,
documento fundacional de la Nueva Izquierda en 1962, era tan severa con el
socialismo de Estado como con las corporaciones multinacionales; ambos
regímenes parecían prisiones burocráticas.” Irónicamente, la historia –
continúa –, “satisfizo de manera retorcida los deseos de la Nueva Izquierda”.
Los regímenes de control económico centralizado desaparecieron, pero el
desmantelamiento de las instituciones no ha producido más comunidad. Y espeta: “Si
uno tiene disposición a la nostalgia -¿y qué espíritu sensible no la tiene?-,
sólo encontrará en esta situación una razón más para lamentarse.”
Parece algo tajante considerar a
todos los activistas de entonces únicamente como la vanguardia de la nueva
burguesía y de la nueva pequeña burguesía. No creo que Sennett lo haga (en
serio).
La nostalgia que expresa Angela
Davis, antigua líder de los Black Panthers (la cual es un símbolo de la
fenecida guerrilla urbana), en el texto con el que introduce la citada colección
de textos de Marcuse, es comprometidamente sincera, además de diferente. Invita
a implicarse en una “productive nostalgia”, rememorando la motivación, energía
y entusiasmo de aquellos años de movimiento político radical, tan abiertos al
futuro. Apenas queda nada de aquello, lamenta, “porque poca gente parece creer
que a nadie pueda quedarle potencial revolucionario”.
La
sensación es, cierto, que todo aquello ya ha pasado y que el mito de los 60 es
un mito fracasado. Sin embargo, espetar la condena altiva de “mito fracasado”
es decir una verdad a medias: se juega con ventaja porque ahora sabemos cómo
terminó todo aquello mientras que los que participaban día a día en las
movilizaciones no sabían como acabaría y ya se sabe que cuando se está eufórico
el mundo está lleno de ventanas abiertas a otra realidad imaginada. La historia
se escribe, comentaba Isaac Deutscher, cuando todas las armas se han disparado.
Reducir a todos los “jóvenes radicales” de los 60 a cuatro facciones o sectas de
iluminados es algo reductivo. Incluso si la lectura en términos de proletariado
académico o expansión educativa es real, este malestar universitario era, en
cierto modo, un reflejo o una refracción de otros movimientos de más calado: no
creo que sea necesario evaluar la importancia de los movimientos por los
derechos civiles, la lucha contra el racismo, el tercermundialismo y el apoyo a
los movimientos de liberación nacional (Vietnam, Cuba), los feminismos, etc.
etc. Su onda expansiva llegó (por muchos caminos y la universidad será uno de
ellos) hasta Europa.
La
figura y obra del filósofo de la Escuela de Frankfurt Herbert Marcuse
(1898-1979) jugó un papel en todo esto. Los trabajos de A. Davis (prólogo), D. Kellner
(introducción) y G. Katsiaficas (epílogo), en el volumen editado por D. Kellner
que recoge intervenciones de Marcuse, son materiales útiles para tomare el
pulso a cuestiones importantes como la relación de un filósofo con el campo
político, cómo se articulan las tomas de posición política con la autonomía
creativa y la búsqueda de un espacio de atención, así como la consagración
mediática y profesional. Además, el
libro constituye una invitación a la rebelión racional en un contexto (el del
2005) siniestramente parecido a aquel en que se luchaba contra el racismo en
USA y el genocidio en Indochina. En la revolución neoliberal que estamos
viviendo, el libro se hace casi más pertinente.
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El libro de Douglas Kellner, Herbert Marcuse
Collected Papers, Vol. III. The New Left and the 1960s (2005) además
de la introducción del editor, contiene dos narraciones testimoniales (el
prólogo y el epílogo), de Angela Davis y Georges Katsiaficas. D. Kellner deja
claro que el objeto de su libro es transmitir la inspiración y pensamiento de
Marcuse. En el 2005, con el postmodernismo en el sótano de las antiguedades
ideológicas y el imperialismo en plena crisis y transformación hacia el fin de una
historia, el empeño del editor se explica.
“Interesante
– vida – obra” suena a hagiografía, y los tres textos tienen algo de
hagiográficos, pero se comprende si se tiene en cuenta con distanciamiento
quién los ha escrito: amigos, discípulos; ¿puede reprocharse amar a un filósofo
que además es tu amigo?
El
texto empieza mal: Marcuse fue el gurú de la New Left. Para aquellos con el ojo paranoico con relación a
aquellos que se distinguen siendo tan artísticamente radicales, una frase así
puede provocar un inmediato deslizamiento del libro desde las manos hacia el
suelo (en cámara lenta). Sin embargo, tomados los tres textos en conjunto, se
nos muestra que Marcuse fue un filósofo que, a pesar de posicionarse
políticamente en una situación de extrema violencia, la “catástrofe radical” de
los 60, fue abandonando posiciones que defienden la violencia para ir abogando
por una “larga marcha en las instituciones”, por un énfasis en la necesidad de
revolucionar las mentes y los corazones como condición para cualquier intento
de revolución, que no puede ser violenta. Slavoj Zizek comenta que ninguna
revolución son unas “holidays of history” y Perry Anderson apuntaba (epílogo de
In the Tracks of Historical Materialism,
1983) la capacidad de destrucción que puede generar el capitalismo cuando se ve
amenazado: si fue capaz de arrasar la agrícola Indochina o ahogar una pequeña
isla en el Caribe, puede imaginarse lo que hará si se ve amenazado en su propia
casa.
Kellner
y Katsiaficas comentan que Marcuse se fue “ablandando” conforme envejecía, pero
no lo condenan, quizás al contrario (por cierto que con la paranoya sobre el
terrorismo en USA, la insistencia en el rechazo del terrorismo se comprende en
una publicación del 2005, con un tema tan sensible, aún, en el campo
universitario yanqui).
Es
posible que el autor de El hombre
unidimensional (1964) retomara su pesimismo en los años 70, tras
radicalizarse en la segunda mitad de la década los 60. Su trayectoria es
parecida a la de la New Left. Los
medios de masas lo convirtieron en centro de atención y de la noche a la mañana
pasó de ser un desconocido a ocupar el centro del foco. En el caso de un
filósofo o de un escritor reconocido, esto puede ser contraproducente en la
recepción de su obra. Se le convierte en un profeta sin mensaje, o en un
Quijote (enloquecido por leer demasiados libros sobre la violencia). Todos los
que no han leído a Sartre o lo santifican o lo denigran. En el caso de Sartre,
basta leer el libro de John Gerassi Conversaciones con Sartre (2012) para ver que fue todo menos simplón,
y ello a pesar de los comentarios de Bourdieu en Homo academicus sobre la “consagración parasitaria” del periodista;
del doble efecto paradójico de rebajación y respeto en este tipo de
consagración vulgarizadora no se ha librado Marcuse.
Kellner
invita a una lectura activista de la obra pero con distanciamiento. El contexto
en el que Marcuse, proveniente de la represión nazi y exiliado, escribió contra
el imperialismo, en una situación de violencia genocida, en plena Guerra Fría,
viviendo en cotinuo acoso por parte de las organizaciones de extrema derecha,
el seguimiento del FBI y viéndose finalmente obligado a dejar de dar clases, no
permitía una reflexión calmada. Por otro lado resulta curioso preguntarse por
qué a finales de los 60 fue modificando su postura desde la invocación de la
“gran negación”, la “revolución total” o la “repressive tolerance” (tolerancia
cero contra la intolerancia) a una defensa de rebelión dentro del sistema y la
creación de contrainstituciones durante sus últimos años. Su trayectoria sigue
la de la new left y sin duda hay algo
del desencanto tras el 68, también de la invasión de Checoslovaquia.
Es
fácil criticar la obra de Marcuse, su insistencia en la represión y en la concienciación
como recurso. Pertenece a otra época. Sus tesis parecen el reverso de la
versión de la “creación destructiva” o “destrucción creativa” y su obsesión por
el fascismo, que sufrió en propia carne, recuerdan mucho la historia de España.
Fue amigo del profesor marxista de literatura española Carlos Blanco Aguinaga,
quien vivió de cerca las movilizaciones en el centro del imperio. Algo de todo
aquello pasó a los conflictos sociales
en nuestro país durante la Transición.
Con todo, mitificar demasiado es
contraproducente: Marcuse siempre insistió en la desconexión de estos
movimientos estudiantiles con la clase trabajadora (lo que él entendiera por esa
expresión y sobre la mitificación de la misma es otra cuestión).Recibió
críticas y condenas de ambos lados. Lo más difícil es vivir pegado a la realidad.
Y no se puede olvidar hasta qué punto la expansión del alumnado en la
universidad y las propias contradicciones generadas por la masificación
universitaria condujeron a tantas organizaciones “revolucionarias”.
¿Qué
nos queda de todo aquello a nosotros? ¿Qué formas de resistencia pueden crearse
sabiendo las limitaciones de las anteriores? ¿Cómo articular la autonomía
creativa, la vida personal y los compromisos políticos? ¿Qué sucede con todos
aquellos a los que las condiciones vitales no les permiten una participación
más directa como “activistas”, por razones personales, laborales o lo que sea?
¿Se pueden adoptar modelos de resistencia propios de los centros de poder y de
las clases dominantes? ¿Es posible otra forma de política que no sea la de la
dedicación plena a partidos políticos o a organizaciones que lo exigen todo de
esta miserable y corta vida? ¿Sólo es posible cambiar algo en situaciones
extremas de intolerabilidad?
Las
preguntas se acumulan y me temo que no basta ni el “gran rechazo” de los outsiders del sistema, ni el deseo de
una “revolución total” llevada adelante por facciones u organizaciones
celulares en oposición las unas con las otras. Y en los grandes partidos ya
sabemos lo que pasa. Quizás hay que bregar también con la parte sucia, con
aquello que es, en definitiva, “humano, demasiado humano”.
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