«El mal no existe. No, si el bien tampoco, porque no podemos ser platónicos o románticos según nos venga en gana, según el gusto de otro día. ¡Somos materialistas!»
Sin embargo, uno ve. Ve y se pregunta: ¿y esto?
«Ah, es la Naturaleza: la muerte de miles de millones de cuerpos desde los primeros homínidos. La muerte de miles de millones de millones de especies de plantas y animales desde el principio de la química. El ser humano cazando, encerrando y devorando a otros seres, matando y robando e incluso comiéndose a otros seres humanos, desde tiempos inmemoriales.»
Aceptar esa respuesta es tranquilizador. Le inyecta racionalidad al programa. Calma el sentimiento de desamparo porque parece que hay un motivo, una lógica, un patrón: el ciclo natural.
Un ciclo ciego y amoral de sucesión vida-muerte. Un ciclo químico. Tranquilizador, al menos durante un tiempo.
Entonces se sospecha la falacia: no puede reducir lo que es a lo que cree que sabe, tragarse sin más lo que le enseñaron, palabra a palabra, letra a letra, libro a libro, desde la más tierna y maleable infancia. ¡Somos materialistas!
El mal no existe. ¡Santa ingenuidad! «Conceptualizar el mal lleva una carga mítica, un lastre religioso que arrastra las palabras hacia un misticismo laico poéticamente atractivo y rico pero excesivamente opaco, oscuro, intelectualmente perezoso.»
Sin embargo, uno ve. Ve y se formula preguntas. Preguntas que llegan algunas de madrugada y te despiertan, te tienen en vela hasta el amanecer.
¿Cómo hablar de aquello, explicar lo que no puede explicarse lógica, racionalmente? No se trata de reflexiones seudoprofundas o de silencios llenos de sonidos abisales. ¿Puede la razón burguesa, la de la letra a letra, la de la escuela, la de los libros, explicar tanta violencia, tanta muerte? «La razón no es burguesa ni antiburguesa, es la razón». ¡Santa ingenuidad! Hay, por supuesto que hay una historia de la razón. No nació ayer, pero tampoco ha existido siempre.
Acéptalo: el mal no existe, pensar en ello es huella o resto de una forma de pensamiento mítico, religioso, pequeño-burgués. «Eres un pequeño-burgués.» Un burgués reducido y resentido, probablemente neurótico.
(Pero uno sigue viendo cosas, cosas que mejor no ver.)
Recuerda En aquellas tinieblas; no sabía que ese libro existía. Publicado en 1974, fue algo así como andar por un bosque o un camino y descubrir una sima. Un agujero de oscuridad sin fondo en un libro. Una periodista húngaro-alemana-inglesa llamada Gitta Sereny logró armarlo (ignora cómo) a partir de sus entrevistas con el excomandante del campo de exterminio de Treblinka, persona a la que no sabe si nombrar porque al hacerlo le daría humanidad. (O quizás es aquello demasiado humano.) Gitta también habló con supervivientes y guardias, pero el excomandante ocupa la mayor parte de la obra, la parte central de la obra.
Persona significa máscara en latín: que suena; la usaban los actores. ¿Llamarlo hombre? Cómo no, si era de la "especie". Aquel ¿hombre? organizó el gaseamiento, ejecución e incineración de cientos de miles de seres humanos entre septiembre de 1942 y agosto de 1943; antes de aquello había participado en el programa de eutanasia iniciado en 1940 por los nazis asesinando minusválidos y enfermos mentales y había dirigido el campo de trabajo y exterminio de Sobibor entre abril y agosto de 1942. En Treblinka su eficiencia acabó con la vida de tal vez un millón de seres humanos. Cuando faltaron cuerpos, aquel hombre fue transferido a la lucha contra los partisanos a Italia, pasó el fin de la guerra en Viena y luego escapó a Brasil, hasta su detención en 1961. Increíble. Y con pasaporte del Vaticano.
Él no estaba solo. Le ayudaron varios cientos de soldados alemanes y guardias ucranianos. Había una cadena de mando: oficiales, suboficiales, algunos de ellos sádicos profesionales, psicópatas. Él solo perdió el control una vez. Se paseaba impertérrito por las rampas vestido con sus botas, pantalones oscuros y guerrera blanca de montar y su fusta, el rostro sereno, las manos a la espalda. La extrema violencia del programa, los gritos, los perros, los soldados y guardias, que apenas duraba dos horas y estaba diseñado para aturdir a los seres humanos que salían de los trenes de forma que fueran solas y solos - con sus hijos y sus padres - a las cámaras, no fue diseñada por él, no solo él, sino otros que viven lejos, en Alemania, y viajan por Europa pensando la manera más efectiva de despojar y matar a millones de seres humanos. Ellos en sus despachos y oficinas, él de pie sobre las rampas, dirigiendo el proceso.
Recuerda leer y entrar en un estado mental que no puede describir: incredulidad, tristeza, pena, asombro, escepticismo, miedo, rabia, vacío, todo mezclado, pero mucho, mucho vacío. Vacío y miedo. Un libro que vaciaba, abría un hueco en tu cuerpo, una sima. El intento de llenar ese vacío con la razón, pero sobre todo, la imposibilidad de comprender. Como si hubiera un límite a "comprender".
Sabe que algo parecido había sucedido antes con otras obras (Lower, Desbois, Arendt, etc. etc.) Pero En aquellas tinieblas era un libro especial porque daba voz a aquel hombre en largas entrevistas y a aquello. En otros libros los verdugos hablan: policías que organizan masacres de pueblos, agricultores que cavan fosas durante horas por la noche. Pero Franz Stangl tiene nombre y apellidos, familia, fue capaz de amar a su esposa e hijos, tuvo amigos, y habla.
Una voz que suena pero no cuenta, no narra, sino que calla. Una voz que no sabe por qué o no dice por qué. Y sí, podemos echar mano del libro de Arendt o la película de J. Oppenheimer - la banalidad del mal. La de Mosén Millán, la mala fe. El terror.
O quizás no.
Es posible que se trate de un libro especial porque está hecho, montado, organizado por una persona que quiere comprender, como tú. Pero Franz no habla, no confirma lo que sabemos, no tranquiliza nuestro desamparo, no nos reafirma en nuestras expectativas: el nazismo, el capitalismo fascista, los campos, la catástrofe, shoah. No. Franz no estalla en discursos de primacía aria, en la necesidad del exterminio, en aquello que nos han dicho en otros libros y películas y discusiones televisadas. Franz solo dice tener miedo a desobedecer. No podía decir no. Tenía que estar allí y al mismo tiempo no estar: no era su intención, él era una herramienta de otros, los verdaderos criminales, una herramienta asesina sin conciencia de asesino. Tiene la conciencia limpia, cumplía con su deber. Era un radio en la rueda. Dice. El pobre hombre se derrumba en su culpa al final («estaba allí») y aparece algo extraño y poco después fallece en su celda.
Cierras el libro y no hay respuestas. Solo el pasado terrible.
Existe la explotación, desde tiempos inmemoriales. La depredación de unos hombres sobre otros, de su misma comunidad o de otras comunidades. De los seres humanos sobre todos los seres del planeta tierra. ¿Es la explotación algo "ontológico"? ¿Se explica por causas naturales, transhistóricas, o hunde sus raíces en la aparición de las sociedades complejas? ¿Y qué más da? Toda la historia humana es la historia de la explotación. Si la historia es contingente, si no hay un proceso, sujeto o unos fines, ¿pueden las sociedades humanas existir sin explotación? "Desde tiempos inmemoriales."
"Desde tiempos inmemoriales." Santa ingenuidad.
La historia humana: una decena de miles de años. La historia natural de la tierra: cinco mil millones de años. La naturaleza no tiene historia, como las tendencias destructivas y depredadoras de la especie humana. ¡El misterio! Diría la santa ingenuidad.
¡Pero somos materialistas!
De acuerdo: El hombre es un primate. Un primate anómalo. Su agresión y depredación no tiene límites. Entre derechos iguales decide la fuerza. Se dirá: también su capacidad de bien, es cierto, pero vemos que mucho de ese bien se monta sobre el mal. No hay bien ni mal, ¡somos materialistas!
Vacío y miedo. No puede ser. Debe haber algo más.
Si el mal no existe, estamos condenados a repetirlo.
Explotación es violencia, es muerte. Hay límites y la escala introduce una modulación de la reflexión. Cualquier forma de explotación y abuso es inaceptable, pero hay una escala en que lo intolerable se convierte en maldad. El mal existe, es parte de la historia de las formaciones sociales y no es materia de estadísticas. El asesinato de una niña en un lago nórdico en la edad del bronce es igual al genocidio de los téncteros en la Galia del siglo I AEC, o la masacre de Wounded Knee, o los barcos de esclavos, la trata de seres, o aquello. La ideología es una excrecencia para ocultar el mal. Los téncteros también asesinaban.
Hay una escala en que pensar desde el sujeto bloquea comprender la explotación. Tal vez sea esa una forma de empezar a comprender. Otra cosa es que ese saber sirva para algo («¡Qué terrible es ese saber / que no aprovecha al que lo tiene!», afirmaba el ciego Tiresias en la obra Edipo Tirano). Porque está la historia y porque está la realidad, pero no lo real. Está la vida, lo que palpita y vive junto a lo que palpitó y vivió, pero no se ve la relación.
Ha despertado de madrugada y no puede dormir. Cómo pensar todo esto y para qué.
El mal es también una madre soltera con dos trabajos basura para poder mantener una existencia precaria, un desalojo, un abuso continuo. El mal son los cuerpos de los inmigrantes ahogados. El mal son paisajes extensivos de invernaderos donde esclavos modernos trabajan de sol a sol por salarios de miseria; el mal son los salarios del miedo. El mal es un sistema que permite aquello y que se olvida a sí mismo en su delirio diario de mentiras repetidas. El mal son millones de viejos solos en sus casas o residencias esperando la muerte. Cientos de miles de seres no humanos indefensos masacrados para que el precio de la carne no suba. El mal es esta muerte que nos rodea y esta violencia espantosa que no vemos, que nos confunde y atonta y nos hace caminar hacia la muerte como corderos al matadero.
Miramos aquello como al pasado, como la historia sin historia Natural, pero está entre nosotros. Vacío y miedo.
El mal es la explotación y el abuso, la violencia sin límite que llaman Europa. El mal entre nosotros.
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