Este documental, o película de no-ficción, me ha recordado el libro de H. Arendt sobre Eichmann, "la banalidad del mal", que tanto me impactó hace unos años. Me impactó y no ha dejado de hacerlo desde entonces. El filosofar de Arendt sobre el holocausto, el genocidio, se proyecta por encima de lo nacional y, no sé, tal vez de lo radicalmente histórico.
Dada la violencia extrema del siglo XXI y cómo se va perpetuando en el "tercer-mundo" un estado de guerra permanente - en palabras de Hobsbawm - y de necropolítica sobre la migración en Europa-USA, creo que es de importancia vital reflexionar constantemente sobre ello, y no hundirse en la culpa o en la mística, sino confrontar la realidad que nos rodea con valentía para comprender y, de esa forma, participar siquiera un mínimo, si no en su transformación directa, al menos en la lucha contra estas formas de violencia criminal organizada. Violencia vinculada al neocolonialismo y a la biopolítica del capital internacional.
La película no lo nombra, pero captura en forma de documental la criminalización del conflicto civil o, en términos marxistas, la criminalización de la lucha de clases. El escándalo de estos criminales paseándose impunes, riendo y bromeando sobre sus asesinatos y torturas, choca y no deja indiferente. La diferencia con Eichmann es clara: el arquitecto burocrático del holocausto fue juzgado y condenado, se hizo justicia, dejó de ser un "asesino entre nosotros", usando la expresión de Wiesenthal, y su filosofía moral, o amoral, fue desmontada como una ética inmoral por una de las mentes más deslumbrantes del siglo XX. Por ese escándalo de la impunidad, en esta película, además, yo personalmente veo algo relacionado con el holocausto español, por la impunidad total con la que los asesinos de nuestra guerra civil vivieron y siguen aún, incluso muertos, viviendo en la conciencia e imaginario colectivos.
The Act of Killing. Una parodia post-post-moderna
El título de esta cinta es un juego de palabras. El "acto" es la acción y también la parte de una obra de teatro, un acto. Su título en indonesio "Jaga" ("carnicero") es menos sofisticado, pero más directo.
En "The Act of Killing", como en el libro de Arendt, hay varias cuestiones relacionadas entre sí que me parecen cruciales: (1) la responsabilidad, ejecución e impunidad / castigo (2) hasta dónde no estamos frente a fenómenos transhistóricos. La película nos confronta directamente a esto sin darnos respuestas, o dejando caer algunas posibilidades de interpretación que yo intento recoger aquí, si bien, como obra de arte, a diferencia del libro Arendt, que sí interpreta directamente el alma de los Eichmann, nos abre a diferentes formas de lectura. Por ello se construye como una "película dentro de la película", una metanarrativa. Con una diferencia importante: creo que la película parodia estos productos posmodernos de "metaliteratura". Se ríe de ellos porque en la obra son los mismos criminales quienes están explicando cómo hacer la película al que hace la película (Joshua Oppenheimer), cuya intención es usarlos para hacer lo contrario. El director abusa de los criminales- y se le ha criticado por esta mala fe. Oppenheimer usa el formato posmoderno para reírse de él, dejando claro que en la realidad, sin duda una estratificación compleja de distintas interpretaciones posibles (los asesinos, las víctimas, las razones de Estado, la inmoralidad, la economía, la política, la ideología, etc.), lo decisivo es la suspensión de esa estratificación de sentidos, esas razones o ideologías, en el acto de la ejecución del crimen. Toda interpretación palidece ante el acto del crimen, pero sobre todo, ante la magnitud del crimen en serie, repetido, por razones políticas, económicas o raciales y, más aún por la impunidad absoluta y la ausencia de culpa o remordimientos, que únicamente Anwar, al final del film, muestra en cierta medida. El espectador, totalmente en estado de asombro, se pregunta cuantos otros asesinos permanecen y permanecerán impunes.
La banalidad del crimen.
Una de las facetas más terroríficas delineadas en la cinta es la banalidad de los criminales, su mediocridad y su falta de escrúpulos a la hora de representar frente a la cámara las torturas y asesinatos. Uno se pregunta si lo que se despliega ahí es el mal absoluto, investido de cinismo, y resulta imposible no pensar que son psicópatas, enfermos mentales, si bien tal vez esa denominación de "enfermos mentales" convierte en anomalía psicológica, sanitaria, clínica, lo que parece normal en el terrorismo político y de Estado.
Pero no, los ejecutores no son "enfermos": son personas que tienen familias, van de compras, sonríen haciéndose un selfie, bromean, aunque cometieran crímenes horribles. La etiqueta "psicópatas", "enfermos", "locos", de alguna manera, los normaliza, tranquiliza nuestra propia racionalidad: no es posible hacer esto si no se es un "monstruo". Como si los pobres a los que les ha tocado una psicosis fueran "monstruos" y no enfermos. No. La etiqueta de "loco" no cuadra y quizás "psicópata" es una palabra que se refiere a una dimensión de la personalidad más extendida en la "normalidad" cotidiana de lo que uno podría creer. Porque, ¿cómo es posible?
Crimen y política.
En la violencia perpetrada en Indonesia en 1965, el rol de las potencias occidentales parece fuera de duda. No muy lejos se desarrollaba la guerra de Vietnam. Tercermundismo y descolonización fueron el contexto del miedo del poder a la pérdida de sus colonias. No es el totalitarismo, sino el poder en peligro, o en expansión, el que genera esa capacidad ilimitada de violencia, de mal.
Lo escalofriante de Indonesia es que parece parte de una constante histórica, de toda la historia humana, probablemente de la humanidad como especie. Que yo sepa, desde los primeros testimonios escritos en Occidente (al menos), prevalecen las narraciones sobre el exterminio de otros pueblos. Los motivos: el expolio violento, la esclavización, la enemistad política, etc.
Con el holocausto, se nos dice (Arendt, Adorno), sucedió algo nuevo: la burocratización e industrialización del asesinato colectivo. Es posible que las técnicas de exterminio empezaran antes, con el colonialismo: así, los campos de concentración, un invento inglés. En estos aparatos estatales de colonización, expolio y control policial, surgió un nuevo tipo de criminal: el mediocre que hace carrera obedeciendo una política estatal genocida de la que no se hace responsable, o el caso Eichmann. En "The Act of Killing", esos mediocres responsables son los conectados al aparato estatal y aparecen claramente, al inicio: ese extraño jefe de periódico que inventa noticias y entrega nombres y personas a los ejecutores; el alcalde de una ciudad, "los comunistas están intentado reescribir la historia", dice, con una calma glacial; el otro periodista que asiste a la representación de la tortura y asesinato de un prisionero. Esos responsables medianos, intermediarios entre el poder (la burguesía internacional, la CIA, Inglaterra, etc.) y los ejecutores (Anwar y los demás), dejan el trabajo sucio a otros, aunque saben lo que va a pasar. "Trabajo sucio", entiéndase, es todo. Más bien, dejan la violencia a otros, porque para la violencia hacen falta unas subjetividades específicas, encuadradas en organizaciones policiales, militares o paramilitares. Más aún, una subjetividad psicopática, que no dé lugar al dolor del otro. Con todo, ¿hay diferencia entre los burócratas de la violencia y sus ejecutores? No lo creo, y es una virtud de esta obra mostrarlo, aunque convierta a uno de los asesinos en el centro de atención.
Hay que matizar más aún: tanto los administradores como los ejecutores no son psicópatas en todas las esferas de su existencia vital. Eichmann no lo era. Lo más escalofriante es que no son monstruos, dice H. Arendt. Anwar es un abuelo encantador, un hombre alto, elegante, taciturno pero siempre sonriente. Es un misterio cómo estos cuerpos son capaces de borrar radicalmente la subjetividad de otro sin sentir nada o sintiendo poco, lo suficiente para poder desempeñar "lo que tenía que hacer" - como dice en una ocasión el protagonista.
Asociamos terrorismo con política, crimen con sociedad civil. No todos los crímenes son políticos, pero en toda la historia humana el terror ha sido un instrumento de control, y esto está claro en "The Act of Killing". Los descendientes de las víctimas no pueden clamar justicia, pues una organización de tres millones de miembros vela por la Nación. ¿Tiene el poder ideología? Para los marxistas, lo tiene. Para los foucaultianos, no. En el horror, todas las ideologías son iguales.
Epílogo. El pez y las bailarinas
¿Y esa imagen alegórica con la que se inicia y cierra la obra, como en una construcción anular? Como tantas metáforas, se abre a muchas interpretaciones. Para mí, así, rápidamente, el Leviatán devorando seres humanos. Todos, traidores y héroes, víctimas y verdugos, bailando al son del más violento y frío de los monstruos.
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