Esta novela tiene bastantes cosas que me gustan y
muchas que disgustan, todo ello profundamente. En 1999 podría haber sido un quijote de las
novelas de detectives y asesinos en serie psicópatas, pero luego vino la
trilogía Millennium (2005-2007) de Stieg
Larsson. Sin embargo, si no es per se el quijote de su género, al menos lo es para mí:
después de disfrutarla y sufrirla, no volveré a leer otra como ella, aunque
busque más novelas de su autor, que escribe bien. (Esto suena igual que después
de una borrachera, que uno promete que no volverá a beber… hasta la siguiente
cita en el bar.)
Empiezo por las malas noticias: el
argumento es morboso: un expolicía detective alcohólico pelea con su mujer, se
va a beber y cuando vuelve del bar dando tumbos la encuentra a ella y a su hija
de tres años muertas en la cocina de su casa, salvajemente torturadas,
despellejadas vivas. Se trata, cómo no, de un asesino en serie.
Obviamente, el protagonista es culpado por
sus excolegas pero no hay pruebas, como siempre. Él se embarca en una búsqueda
on the road, junto a dos matones negros homosexuales y republicanos – signos de
estigma y simpatía - y mientras tanto liándose con la psicóloga de la comisaría;
la investigación lo lleva a los salvajes pantanos del Sur, llenos de caimanes,
mafiosos, tiroteos y jazz, a través de una médium obesa (tanto que no puede
moverse de la cama), que es despellejada algunos capítulos después. Al final,
encuentra al asesino casi por azar y lo mata, después de salvar a su novia, que
iba a ser ella misma desollada, en una lucha sin cuartel muy parecida a la
escena final de la película (y novela) El silencio de los corderos. No diré
quién es el asesino para no chafar lecturas, pero manifiesto que uno, que no es
muy listo pero tampoco tonto, se lo imagina ya antes del final. Con todo, ¡atención!
El horror pasa rozándote y apenas te das cuenta: «No puedes marcarte un farol
con alguien que no está prestando atención».
En resumen, la novela tiene,
lamentablemente, todos, es decir, TODOS los ingredientes necesarios para un
plato típico del género literario-fílmico, de gran éxito norteamericano. Sería
agotador describirlos uno por uno: el psicópata-artista-filósofo muy
inteligente y genial, llamado "El Viajante", que asesina con arte
estilo Renacimiento-Michelangelo pero usando técnicas cubistas de mensaje
existencial: todos somos ser-para-la-muerte y yo mato para crear esculturas
como la Pietá de seres sin piel (igual
que la exposición china de los cadáveres disecados de no hace mucho) y
vivisecciones para una propedéutica de la muerte o Ars Bene Moriendi: "Celso
San Agustín…" bla bla "ahora el viajante ofrecer su fusión de ciencia
y arte" bla bla "a tomar sus propias anotaciones sobre la mortalidad
y crear un infierno en el corazón humano"; o sea, bla bla de pensamientos
abi-sales para tarados que no conocen la última noticia: un criminal quizás
lector (consciente o inconsciente) de Heidegger o Sartre (ya que a Zubiri, que
no es tan chic como un monsieur o un denken-denken, solo lo leen los filósofos
cateto-hispánicos). Y, ojo, hay más psicópatas, porque el descrito es el principal, pero hay una pareja de
maníacos asesinos de niños que ocupan media novela y en cuyo encuentro hay
implicación débil pero explicable con el argumento central… (casi como si
hubiera dos novelas en una). (Por cierto que la pareja que asesinaba niños,
desgraciadamente, se inspiraba en hechos reales.)
En Todo
lo que muere no faltan los tiroteos espectaculares tipo Rambo o Al Pacino
en Scarface, ni su triste jerga de
fascinación por las armas – descripciones de pistolas y fusiles y ratatatá -, las
persecuciones de coches, las escenas de peleas de bar tipo "este pueblo es
demasiado pequeño para un tipo de ciudad" en las que my hero hace llaves
de kárate o krav maga… todo esto me
cansa leerlo. Lo aguanto en la pantalla, porque es lo que hay cada día en la
tele o el cine y no está mal: la violencia absurda suele relajar, sobre todo si
es grotesca o cómica como en las películas de John Woo o Tarantino, el mago de
la gilipollez. Pero en la novela no pega ese exceso maquillaje de violencia,
una sobrecarga vomitiva de todo lo que vemos en la telebasura todos los días…
Para colmo, los personajes carecen de
profundidad psicológica, son tipos, caricaturas, dibujos de cómics. Y no digo
más, que me deprimo.
Las buenas noticias: toda esa sobrecarga y
acumulación de tópicos es lo que la salva, digo, a la novela: ¿cómo escribir
luego una de psicópatas después de leer Todo lo que muere? Un guión prefijado, un desenlace previsto,
unos personajes de tebeo, narración en primera persona de un hombre atractivo,
inteligente y que sabe pelear y seducir y mucho yo, yo-porqueyo-yo. Insuperable
manejo de la retórica del género.
Pero no se vayan todavía: está bien
escrita. Buena prosa incluso a través de su traducción, con algunos pasajes
sinceramente hermosos: "Walter Cole era también un lector voraz, un hombre
que devoraba todo aquello que pudiera ampliar sus conocimientos del mismo modo
que ciertas tribus devoran los corazones de sus enemigos con la esperanza de
ser así más valerosos"; "Por lo visto, así era la ciudad: las calles
dejaban de existir; los bares abrían y , al cabo de un siglo, ya no estaban;
los edificios eran derruidos, quemados
hasta los cimientos y otros se levantaban en su lugar. Se producían cambios,
pero el espíritu de la ciudad seguía siendo el mismo. En aquella bochornosa
mañana de verano, parecía absorta en sus pensamientos bajos las nubes,
padeciendo a la gente como una infección pasajera que la lluvia
limpiaría"; "Un hombre que afirma que se lo cuenta todo a su mujer es
un mentiroso o un idiota, decía mi primer sargento. Por desgracia, estaba
divorciado". Gracias estas
ironías y a estos pasajes, flowers en
páramos o prados de lugares comunes, absuelvo esta novela de sus pecados y no
la quemaré. Pero hay más.
Una buena obra literaria no se hace solo de
frases ingeniosas, sabiduría formularia o gimnasia rítmica verbal: debe
contener algo más, también en su fábula: sea un personaje, una metáfora, una
historia como el gancho noqueante de un buen boxeador. En esta novela, lo mejor
es lo peor, lo más despreciable su fuerza. Quizás por eso vale la pena. Ni los
personajes (ni el patético Charlie Parker, ni los matones negros, ni la
psicóloga pelirroja), ni sus ingredientes, sino quizás la tensión máxima de
todos los quijotes: llevar los elementos de un género hasta un máximo de
tensión que parecen romperse: Todo lo que muere posee un elemento en su
argumento que la vuelve inquietante: los asesinatos y abusos de niños.
Como esto me duele mucho, no hablaré de
ello, porque hay que tener tripas para escribir una novela donde se matan y
torturan niños, muchos niños. Es casi insoportable. Lo cuento rápido y
desmañado porque no quiero releerlo. De esas tristes y horrorosas muertes está
plagada esta oscura y viscosa novela de detectives: las muertes de inocentes,
de seres que no son todavía sociales, que son humanos pero no demasiado humanos
en el sentido terrible de la palabra. Y de algo tan despreciable, inhumano,
deshumanizado, sale algo, porque los abismos del psicópata cutre-heideggeriano
no son nada. Solo muerte. Ni estúpida ni inteligente, ni hermosa o grotesca,
solo muerte ("Son gilipolleces. Todo ese rollo, la religión, los dibujos médicos…,
son solo adornos. Y quizás él se lo cree, o quizá no"). Seguramente no
impresionan a nadie o solo provocan una media sonrisa, al menos a mí.
La novela son dos novelas, parte de ella
inspirada en sucesos reales que no daré aquí porque me da pena: los de una pareja que asesinaban niños (tema
que hace poco también aparecía en la película
Prisoners (2013) y en el cine, que yo sepa, ya en 1955 en The Night of
the Hunter ). El paralelo psicopático del detective había asesinado a su hija
de tres años. Todo ello lleva al autor a reflexionar sobre el mal: un mal sueño
o una pesadilla que existe. No sé si habla del mal ontológico o esencial a
gusto de seudo-dominicos con vaqueros y gafas oscuras, pero sí se pregunta
sobre cómo es posible cometer determinados crímenes, que esos crímenes se
cometen, y que los cometen personas que parecen ejemplos sociales y forman
parte del poder.
De esas tristes y horrorosas muertes está
plagada la literatura moderna y lo que la ideología dominante llama literatura
universal. Del hambre del Lazarillo a Oliver Twist o el fantasma del niño asesinado
Polidoro en el prólogo de Hécuba. El bebé Astianacte arrojado por las murallas;
los críos pequeños huyendo por la Sierra en La guerra de Granada o asesinados
en un pueblo de Almería. Unas fotografías de Ucrania en la segunda guerra
mundial que no quiero recordar. No quiero que la vida real me haga enfrentarme
a algo así y no vivirlo me parece ya, hoy, ser afortunado. El mal existe: «Del
mismo modo que podía trazarse una línea desde una turbera de Alemania hasta un
pantano del sur, yo llegué a creer que también la maldad se remontaba a los
orígenes de nuestra especie. Una tradición de maldad discurría bajo toda la
existencia humana igual que las cloacas bajo una ciudad, y esa maldad proseguía
incluso después de destruirse uno de los elementos que la constituían, porque
éste era simplemente una pequeña parte de una totalidad mayor y más siniestra…»
...Algo que escribe un irlandés, y que
sitúa en un ambiente no irlandés, como el sur americano. Si no supiera que el
autor es quien es, pensaría que la novela fue escrita por un americano.
Abrumador sinsentido, absurdo, muerte, mal, culpa, violencia. Totalidad
siniestra de la que no quiero ser parte. Totalidad siniestra descrita sin
moralina, sin lección magistral socio-histórica pero sugiriendo un entramado de
sus raíces sociales y psicológicas, aunque el autor las enreda tercamente a
nuestra biología (oh, Darwin, enclenque explicación), no sin cierta razón. Sin
moralina, pero no sin la solidez ética de querer vivir sin hacer daño. La
primera novela de la serie Charlie Parker, de la que me disgusta todo pero todo
me engancha - mea culpa - y esa oscuridad inquietante de lo real emergiendo entre
sus páginas.
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