(Sobre el
libro X de la obra Institutio oratoria,
de Marcus Fabius Quintilianus (Calagurris, actual Calahorra, c. 35 – Roma, c.
95) y una breve reflexión sobre la expresión en asambleas; foto de Wikipedia.)
Toda una
educación no funciona en la práctica si no es incorporada. ¿Se adquiere el
habitus a través de la escritura, de la lectura o de la práctica oratoria?
Quintiliano, en la formación del orador, jerarquiza el orden de desarrollo, sin
destacar la importancia de: primero, hablar; luego imitar (lo que se lee o se
oye); finalmente, tomar notas y
escribir.
En el libro
X de sus Instituciones oratorias, Quintiliano (siglo I) recomienda lecturas y
hábitos de lectura, así como el uso de lo aprendido, del tiempo y del cuerpo en
la formación del orador. El libro se inicia con una afirmación interesante, una
adversativa a los nueve libros anteriores, de un total de 12:
«Pero estos
preceptos de elocución, así como es necesario conocerlos bien, no son
suficientes para una elocuencia con fuerza, si no se añade a ellos una cierta
facilidad inalterable, que los griegos llaman hexis;
y sé que disputan sobre si se adquiere mejor escribiendo, leyendo o
perorando.» (I, 1).
Lit.
"firma quaedam facilitas" o el sentirse como en casa en uno mismo -
dicho sea en términos coloquiales.
"Facilidad" interpreta, más que traduce, el término hexis: ἕξις: La tendencia fijada
que resulta de un acto repetido, llamada habitus constans por Cicerón. El trabajo de entrenamiento, la educación,
tiene como objetivo el ocultamiento del mismo, para convertirlo en una especie
de facilidad ("facilitas"). Se basa en la herencia familiar, unos buenos
preceptores y la aplicación individual o tensión dedicada en su logro.
El
entrenamiento transforma el comportamiento convirtiéndolo en algo que parece
dado, un talento natural.
Como se ha
dicho, el autor recomienda qué escribir y leer, pero también dónde, cómo y cuándo, y lo mismo para meditar y
tomar notas, actividades importantes en el trabajo de preparación.
Un orador o porte-parole no nace, sino que se hace y eso
es resultado de trabajo constante, de formación del habitus; no hay relajación
sino tensión ocultada. Como la cuerda de un arco.
Canon
literario: todos las lecturas literarias mencionadas por Quintiliano son
apropiadas para la formación de la oratoria. Deja fuera a las mujeres, a Ovidio
no lo trata muy bien y el mejor es Cicerón, acompañado de Tucídides. La impresión es que los géneros propios de
mujeres o esclavos no son mencionados: así la fábula o la novela. Son géneros
"ligeros" (quizás cabría aquí una reflexión sobre la dualidad de la
cultura antigua entre comedia (Dionisos) y tragedia (Apolo), siendo la primera
poco aceptable públicamente para cosas serias... Pero ello es matizable, dada
la influencia de Aristófanes en la vida política ateniense).
El éxito de
este habitus sucede en la esfera pública, depende de su actuación: es un éxito
per formativo que va de la mano de un habitus bien ajustado: suceden desajustes
si se sale de la norma o si se la interpreta al pie de la letra, por ejemplo
ser más ciceroniano que Cicerón es visible, por tanto censurable,
"malo". La imitatio es siempre
condición, un modo de proceder, pero como el entrenamiento del orador, debe ser
ocultada. Ser más ático que los escritores áticos conduce al desaliño, porque
no se ha entendido que el estilo es un trabajo de ocultación de la desviación a
partir de la norma, sin salir de ella, sin abandonar el Canon: una aplicación
literal la descubre demasiado y muestra desajustamiento, tensión, lo contradio
de la "facilitas".
Toda
la enseñanza antigua (consúltese el libro de Henri-Irénée
Marrou, Histoire de l’éducation
dans l’Antiquité, 2 vol (1981
[1948]) conduce a la codificación de los gestos y el lenguaje. La norma
retórica será transmitida (traditio) y algo modificada, pero formará parte del currículo educacional
hasta la desaparición final de la educación aristocrática (primera fase) y el
desarrollo de un nuevo canon filosófico
y científico. Este modelo retórico, claro, estará atravesado por distintas
ideologías. Alrededor de 1885 deja de ser modelo pedagógico, la retórica
desaparece de los planes de estudio. Quizás porque se enfatizará la educación
de la persona individual, frente a la persona enfocada a lo público. Las clases
dominantes, sin embargo, seguirán impartiendo lecciones sobre cómo hablar y
cómo pensar. (Estas dos últimas afirmaciones son generalizaciones demasiado
bruscas.)
La obra
de Quintiliano es un monumento fundamental para comprender cómo se escribía y
cómo se hablaba en la cultura grecolatina o grecolatinizada. La neorretórica, como especialidad, creo que
es también interesante, por sistematizar
el estudio de los recursos técnicos en el "arte de persuadir". Hasta
prácticamente el romanticismo, la retórica ha sido un modus operandi de
escritura en la literatura culta (y a veces no tan culta o aparentemente
"popular"). La codificación retórica ha producido grandes obras (desde Homero) para aquellos y aquellas
que quieran y puedan verla y disfrutarla.
Ahora
bien, en lo que se refiere a la política (no a la Norma literaria o normas
literarias, retóricas o antirretóricas, Altas o pops, esa es otra cuestión), la
cuestión de las Instituciones oratorias
provoca reflexiones sobre democracia, política y persuasión.
El libro de
Quintiliano muestra que hay una especie de elemento transhistórico en los
efectos de la educación. No sé si transcultural. Los individuos orgullosos de
su capital cultural y (o bien) de su capacidad para hablar en público, podrían
reflexionar un poco sobre las condiciones institucionales y familiares de su saber hablar y, en el caso
de que sea así, de su valoración de la meritocracia, a la hora de escuchar a
los que no tienen esa formación.
2 Retórica y política profesionales
¿Es
necesaria esta codificación retórica para una democracia real? No en cuanto al
derecho a hablar, sí (en principio) si se considera la retórica como el arte de
convencer. Los atenienses se servían de logógrafos
(escritores profesionales de discursos) para expresarse en juicios o
asambleas. Sin embargo, la codificación es un obstáculo, se convierte en patrimonio de aquellos con
capital cultural suficiente o con práctica pública bastante para hacerse con el
monopolio de la palabra, para persuadir a través una "elocuencia con
fuerza", hablando como si fuera "natural" en ellos. Puede ser productivo vigilar esta tendencia
implícita en todo debate público a la aparición de los porta-palabras
o los logógrafos.
¿Por qué?
El texto de
Quintiliano es prueba cómo las clases dominantes se apropian del espacio
político. La hexis sólo existe si se la reconoce como tal. La educación
convierte un espacio público abierto a todos, pero en la práctica en paraíso
cerrado para los muchos y jardín abierto para los pocos. Una democracia no
debería (en mi opinión) considerar sólo el cómo se dice, sino lo que se dice.
Aunque las formas son importantes (la educación, entendida la palabra como
respeto a los espacios de expresión), no lo son si se convierten en artificio,
en distinción necesaria de sí misma.
En cualquier
caso, la preparación de un discurso difiere de la "espontaneidad" de
las asambleas y de la discusión interclasista.
A la
codificación de Quintiliano hay que oponerle las reflexiones de Tácito en una
obra menor contemporánea,
deaproximandamente el año 102 (considerada espuria, pero esa es otra historia y
no interesa en la argumentación presente), el Diálogo
de los oradores (cap. 40), donde establece un paralelo entre la oratoria
viva, real, y la democracia republicana, por contraposición al Imperio:
No hablamos de asuntos pacíficos y sosegados, y que necesiten suavidad y moderación; esa grande y eminente elocuencia es hija de aquel desahogo que los necios llaman libertad, compañera de las turbulencias, aguijón de un desenfrenado pueblo sin sumisión, sin esclavitud, contumaz, temerario, arrogante, que no se cría en las bien arregladas ciudades. ¿Qué orador hemos oído citar a Lacedemonia?, ¿cuál es de Creta?, cuyas ciudades se reputan de una severísima educación y rigurosísimas leyes, Tampoco hemos conocido la elocuencia ni de los macedonios, ni de los persas, ni de alguna otra nación que estuviese gobernada con cierto supremo imperio. Algunos oradores hubo entre los rodios, muchísimos entre los atenienses; entre los cuales, todas las cosas, el pueblo, todos, los no instruidos, todos, por decirlo así, lo podían todo. También nuestra ciudad, mientras anduvo suelta; mientras se acaloraba en partidos, en disensiones y discordias; mientras no hubo paz en el foro, ninguna unión en el Senado, ninguna rienda en los juicios, ningún obsequio a los superiores, ni restricción en los magistrados, dio, sin duda, la más valiente elocuencia, así como el campo inculto produce ciertas hierbas más lozanas. Pero ni importó tanto a la República la elocuencia de los Gracos para sufrir sus leyes, ni Cicerón compensó con su muerte su fama de orador.
Con
ambigüedad restallante, el aristocrático romano siente nostalgia, al mismo
tiempo que temor y desconfianza, por un espacio de apertura política en que lo
principal no es cómo se habla y a quién se imita, sino el objetivo político de
aquello por lo que se habla. Todo ello no ocurre cuando los políticos oradores
son profesionales y con beneplácito del emperador, como era el caso del mismo
Quintiliano, cuya época carecía, como recuerda el Diálogo
de los oradores, de oradores de verdad.
Es cierto que el conflicto social es caldo de
cultivo de esta palabra libre, pero, ¿no lo son los tiempos modernos? En estos,
más que códigos y profesionales, hace falta una elocuencia más valiente.
Fuentes:
Quintiliano,
M. Fabio, Instituciones oratorias. Tomo
II, libro décimo, pp. 145-212. Madrid: Imprenta de Perlado Páez y compañía
(sucesores de Hernando), 1916. Trad. Padres de las Escuelas Pías - Ignacio
Rodríguez y Pedro Sandier (orig. Madrid: Librería de Ranz, 1799).
M. Fabi
Quintiliani Inst. Orat. X, by W. Peterson (Introduction and Notes), Oxford:
Oxford Clarendon Press, 1891 (Printed in Germany). The Gutenberg Project, aquí.
Comentarios