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Epitafio por un gran escritor e invitación a leer un buen libro

Recuerdo cuando leí La fiesta del Chivo La ciudad y los perros, y lo he sentido: qué gran escritor. Así quiero recordarle, como creador de espacios y mundos posibles donde –como en la buena literatura– la contradicción y la apertura de distancias se jalona con la elegancia verbal, la ironía, y la  profundidad. 
Leyendo las noticias, observo que bastantes otros piensan como yo. Ello me reconforta. Porque hay un aspecto inquietante de este autor del que sin duda se hablará pronto y –sospecho– bien, porque Mario Vargas Llosa («Yo voy a ser escritor») no fue solo escritor: «Nos guste o no, VLl es hoy por hoy el más importante intelectual público de la derecha en el mundo hispanoparlante, y tal vez uno de los de mayor gravitación a nivel mundial» -  escribió no hace tanto Atilio Borón en El hechicero de la tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina (Akal 2019, p. 13).

Si se puede separar hasta cierto punto una obra de su autor ello incluye, seguramente, sus otras facetas, y una de las del fallecido Vargas Llosa, la de ensayista opinador en pro de las bondades del liberalismo –o más bien “liberismo” (reducción del liberalismo al librecambismo), escribe Borón, p. 187–, mejor colocarla en otro estante. Se puede separar hasta cierto punto. Tal vez este estante ayude a comprender aquella, pero su cómo no es para mí. Es la responsabilidad, el “yo acuso” a quién y en nombre de quién, aunque los que piensen como él, seguramente estarán en desacuerdo. Quizás ahora da igual, porque lo que quedará de Mario Vargas Llosa será su obra literaria.

El libro citado –El hechicero de la tribu– no es un libelo. Es una obra seria donde, imbricado a su asunto central –una lectura atenta y meditada de La llamada de la tribu (2018) del escritor peruano–, A. Borón desentraña una impostura intelectual. Otra más, habría que decir. Dado el poder simbólico que emana de su prestigio, ciertos escritores dan el paso del campo literario al campo de la política, como “intelectuales”: Galdós o Blasco Ibáñez entre nosotros, Havel entre los checos, o, desde el campo filosófico, Heidegger, Ortega o Sartre. En general, mantiene el sociólogo francés Pierre Bourdieu (en su colofón a Las reglas del arte, 1992), lo hacen en nombre de lo “universal”, otras veces por el fascismo o el nazismo, o el estalinismo. Otros, sencillamente (hasta cierto punto), porque buscan público. Y cambiando de piel o abrochándose el cinturón, las meteduras de pata abundan: «No es la primera vez que un notable escritor demuestra una radical ineptitud para comprender los problemas políticos de su tiempo» (El hechicero 206).

Los escritores metidos a intelectuales públicos, los ensayistas, hacen falta. Pero lo que quiero decir es que, en gran número, la falta de cultura teórica y el vacío de conocimientos empíricos (historia, sociología), puede abocarlos a decir auténticas barbaridades. Sucede también entre filósofos, filólogos de renombre, críticos literarios, etc. (de ambos y otros géneros). Y afirmo que el libro sobre VLl de Borón llega a la misma conclusión, aunque no directamente verbalizada. El escritor y politólogo argentino reflexiona –creo que bien– sobre las razones del paso de VLl de posiciones marxistas a liberales (o “liberistas”, escribe con humor). Él lo explica por la incapacidad de asumir la derrota de un proyecto político, por la llegada de Reagan y Thatcher, el fracaso en política, la caída del muro. Pero también por la falta de formación teórica y de conocimientos profundos sobre el mundo que le tocó vivir: porque una derrota política no implica la intelectual. Además, ¿de qué política hablamos? Ciertamente, en el ensayismo de un novelista o un poeta, la frontera entre la doxa y la sabiduría es líquida. Ya nos advirtió de ello el escurridizo Platón hace más de veinte siglos. Y saber dónde queda una y otra lleva tiempo y cuidado, un bien imposible en el campo político y en el espacio público de los notorios. La cuestión, está claro, es la transmisión de conocimientos.

Su prestigio literario hizo que VLl fuera (o sea) considerado un intelectual total («El escritor que debatió con el mundo»). No voy a pasarme de listo, quizás VLl pensó que todos los izquierdistas eran como Abimael Guzmán, el “camarada Juan”, fundador del PCP-Sendero Luminoso. Es sabido que, en Ayacucho, al camarada Juan le llamaban el “Dr. Champú” porque era capaz de lavarle la cabeza a cualquiera. Como él, pero en las antípodas, VLl se convirtió en «una pieza fundamental en el masivo dispositivo de “lavado de cerebros” y de propaganda conservadora que con tanto esmero practican las clases dominantes de las metrópolis y sus secuaces en la periferia» (El hechicero 14). El fanatismo perverso es la hybris del poder simbólico.

Como escritor, es otra historia. ¿Cómo es posible? Misterios de la sublimación artística. Pero quizás la política se refracta no solo hacia afuera, sino también hacia el interior del campo. Necesito aclararlo un poco más: La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, siempre me recordó a As I lay dying (1930), de Faulkner. Apareció el mismo año de 1962 que Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos (tan pronto desaparecido), cuando La ciudad y los perros ganó el Premio Biblioteca Breve, regentado por Seix Barral. El boom transformaba el campo literario español, ya en proceso de metamorfosis, cuyas mutaciones no eran otras que el abandono del realismo social y la incorporación de la revolución simbólica proustiano-faulkneriana (a los que pegar debemos a Joyce y a Kafka). A quienes continuaron escribiendo de política, explotación e injusticia, se les llamó “realismo crítico”, y la díada realismo/nueva novela servía a las y a los autores para situarse frente a otros escritores, en el difícil ejercicio de la refracción política. “Realismo mágico” fue la forma exótica de decir “somos diferentes”, con una fórmula tomada –paradójicamente– de un crítico de arte alemán (Franz Roh, traducido en Revista de Occidente, 1925) y popularizada en 1948 por el escritor venezolano Uslar Pietri. El tiempo ha demostrado que no éramos tan diferentes. Entonces la novela ya era global, finalmente, y los mercados del libro cruzaban –nómadas– océanos de ideologías, sentimientos y esperanzas políticas; solo los estilos cambian y saltan épocas, digamos, simplemente, porque los estilos literarios son como los musicales: si repites la misma melodía que tus contemporáneos, tu suerte está echada. Pero basta de crítica literaria. Continúo con la política y la autonomía creativa.

Aquellos tiempos heroicos, los sesenta, fueron los años de la Tricontinental, del mayo del 68, de Vietnam. Luego llegó el “Caso Padilla”, detenido en 1971, y las separaciones, la polarización. Los escritores pensaban en sus novelas, pero también en la guerra, el imperialismo, la política. Algo pasó después y creo que la violencia tiene mucho que ver, pero también el dominio mediático del neoliberalismo anglosajón. Es difícil saber por qué o cómo se cambia de piel, pero se muda. O quizás solo lo hace una de las dimensiones de la misma persona. Pero tantas transformaciones, posicionamientos, palabras y deseos me traen a la memoria lo que escribió Foucault en el prefacio al Anti-Edipo (1972) de Deleuze y Guattari: ¿Cómo podemos liberar nuestras palabras y nuestros actos, nuestros corazones y nuestros placeres, de fascismo? ¿Cómo podemos descubrir el fascismo que está arraigado en nuestro comportamiento? «Los moralistas cristianos buscaron las huellas de la carne alojadas en lo más profundo del alma. Deleuze y Guattari, por su parte, persiguen los más leves rastros de fascismo en el cuerpo» (p. xiii, edic. ingl.). El deseo de poder o el poder deseado y malogrado, o el poder en alguna esfera de la vida, puede generar una forma de fascismo. Por ello quiero leer a VLl, sus novelas, sin olvidar la historia; seguiré leyéndolo, pero sin olvidar lo que pasó en Vietnam, Colombia, Chile, Nicaragua o Cuba. Y hoy, en Gaza. Y creo que no soy, ni seré, el único. Lo otro, el estrabismo político, simplemente sonroja. Hasta cierto punto.

Video de la presentación del libro en YouTube.

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