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La familia en desorden


(Notas de trabajo sobre el libro de Élisabeth Roudinesco, La familia en desorden, México, Fondo de Cultura Económica, trad. Horacio Pons, 2003.)

El libro de Roudinesco abordaba, al inicio del siglo XXI, la cuestión de qué había pasado con la familia tradicional en los tiempos post-postmodernos. Pero hablaré del libro en presente, aunque tiene ya algunos años. Este llama la atención, más que por su extraña estructura, por suscitar una serie de ideas sobre dos temas hoy fundamentales, 16 años después de publicarse: la recuperación de la familia por la izquierda, y la deriva a la extrema derecha a nivel global, muy marcadamente en los países del antiguo bloque soviético.

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La familia en desorden promete. Comienza con unas palabras preliminares fuertes sobre el porqué del deseo de familia entre los colectivos LGBT: «Por qué ese deseo de familia, siendo que la homosexualidad siempre fue rechazada de la institución del matrimonio y la filiación, al extremo de convertirse, con el paso de los siglos, en el gran significante de un principio de exclusión.» La respuesta, o más bien la hipótesis, no llegará hasta el final de la obra, porque entre estas “palabras preliminares” y el diagnóstico final, la autora nos cuenta la historia de Edipo, Hamlet, los hermanos Karamazov y cómo Freud se apropió de estos mitos y relatos, torsionándolos para crear una explicación sobre los conflictos del inconsciente. En sus páginas aparecen Otto Rank y la novela familiar, E. Jones, M. Klein, etc., y Lacan. Es un libro en exceso teórico, lleno de los lugares comunes del psicoanálisis como marco para explicar el malestar en la cultura, de Sófocles a Robert Altman. Todo magistralmente explicado y muy útil, sin duda.
Creo que Roudinesco es una mujer sabia. He leído su biografía de Lacan y trabajos sueltos sobre literatura y psicoanálisis y seguiré leyendo cosas suyas. La familia en desorden decepciona, pero, al mismo tiempo, suscita preguntas que son – al menos para mí por multitud de razones que no vienen al caso para no aburrir – de vital importancia. A pesar de su descompensación en contenido y estructura, las primeras páginas y las dos últimas, pegadas apenas con frágiles filamentos al resto de lo que se presenta como argumentación, son un relámpago de luz – por lo que no iluminan. Me explicaré.
El núcleo tiene su interés. Lo resumo al máximo, para evitar ponerme tedioso. Roudinesco hace una historia de cómo el psicoanálisis se inventa el complejo de Edipo apropiándose y torsionando personajes literarios que Freud veía como manifestaciones del mismo. En ellos le siguieron todos sus discípulos. Roudinesco historiza cómo la modificación de la familia ha ido alterando el complejo a lo largo de la historia. La atemporalidad del inconsciente y del conflicto atávico de los hijos con los padres ha ido mutando con los cambios en las formaciones sociales, sucediendo una especie de “crack” ideológico alrededor de la consolidación de las formaciones sociales burguesas a finales del siglo XVIII, con el Romanticismo (nacimiento de la familia afectiva, el “sí” de las niñas y de los niños), seguido de otro “crack” entre los años 1960-1975 del siglo XX, cuando parecía que habían matado al Padre – como continuación de la muerte de Dios de Nietzsche a finales del siglo XIX (a Nietzsche, por cierto, no lo menciona, pero da igual). El hippismo y el anti-edipo post-estructuralista y del antiedipismo maquinista no serían sino un desarrollo ulterior más de este conflicto edípico-hamletiano, con la fecundación artificial como revolución: «...el triunfo de lo múltiple sobre lo uno y del desor­den normalizado sobre la simbolización trágica: una cultura del narcisismo y el individualismo, una religión del yo, una inquietud del instante, una abolición fantasmática del con­flicto y la historia.» Este libro, leído con los planteamientos de Juan Carlos Rodríguez, resulta excelente, al mismo tiempo que extraño.

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¿Por qué “extraño”? Porque es una teoría unidimensional, un gran relato, una “Grand Theory”. Ni la misma Roudinesco – ni Juan Carlos Rodríguez, seguro – creen en ella a la hora de la última instancia real, porque solo es una parte de la historia, y no la más decisiva. En un dispositivo clínico, pensar desde el aparato teórico puede obstaculizar o errar el análisis y, a otro nivel, el del análisis de un texto, la teoría es un instrumento de reflexión, no un punto de llegada. Queda claro que el nacimiento de la ideología del yo-libre de las formaciones sociales occidentales capitalistas (el inconsciente ideológico “burgués”) se implica en la transformación radical de los significantes Amo y en el asesinato del Dios-Padre, en pos de una libertad sin límites y de una soledad igualmente infinita. El Romanticismo transgresor, el de Byron y Shelley, creó un monstruo deseante que hubo de ser domesticado, pero la muerte de Dios-Padre llegaría igualmente. Richard Sennett habló de algo parecido en Authority (1980). Žižek, desde Lacan, teorizó la retirada del Amo en el inconsciente de los sujetos del capitalismo en su The Sublime Object of Ideology (1989) (1989, el año de la revolución de terciopelo checa y de la caída del muro de Berlín, en noviembre, la muerte del Padre-Estalin). El esquema es sospechosamente demasiado abstracto, demasiado perfecto, demasiado ¿hegeliano? ¿totalizante? Prefiero el adjetivo à la Marcuse: unidimensional. Como si se pensara la realidad sin la realidad, desde una mitología.
La autora preguntaba al inicio (primeras páginas): ¿por qué los LGTB desean la familia? ¿por qué el deseo de familia, cuando la familia es el lugar de uno de los conflictos más dolorosos y más claves de lo insondable del dolor humano, el complejo de Edipo? Pero no veo personas reales en este libro, sino aproximadamente 200 páginas de historia del Edipo. La historia contada es otro libro, no este que estaba escrito aquí que iba a ser. Por otro lado, lo planteado al inicio apenas se cuestiona, porque, ¿seguro que todos los LGBT se casan por “deseo de familia”? ¿No puede ser – cómo me sugiere una amiga, psicoanalista – que se casen para proteger legalmente a sus parejas o a sus hijos de esas otras familias de las que vienen que los machacaron cuando eran críos y después? ¿Es que uno se casa sólo por amor? ¿Pero es que no sabemos o no queremos saber que el matrimonio y el patrimonio están entrelazados? Esas bodas que ha habido últimamente, de personas que se casan consigo mismas, ¿no son síntoma inquietante de que la familia no solo no se está recuperando, sino que se está extinguiendo? En formaciones sociales más “avanzadas”, como Suecia (véase el reciente documental La teoría sueca del amor), tener una familia no parece un objetivo vital prioritario, aunque tener hijos, sí. Todos adoramos a nuestros hijos. Pero no todos adoran a sus parejas.

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Finalizo con el final del libro de Roudinesco: esta inteligentísima mujer dice que hay una crisis de la Autoridad y del Logos patriarcal separador (de la diferencia sexual), en el seno de la sociedad occidental. Ese principio en crisis (patriarcal), «se opone a la realidad de un mundo unificado que borra las fronteras y condena al ser humano a la horizontalidad de una economía de mercado cada vez más devastadora; pero, por otro, incita a una de una manera incesante a restaurar, en la sociedad, la figura perdida de Dios padre en la forma de una tiranía» (p. 214). Y continúa: la familia puede asumir el reto de crear un nuevo orden simbólico confrontada a ese doble movimiento, «frente al gran cementerio de referencias patriarcales desafectadas que son el ejército, la Iglesia, la nación, la patria y el partido. Desde el fondo de su desamparo, la familia parece en condiciones de convertirse en un lugar de resistencia a la tribalización orgánica de la sociedad mundializada. Y sin duda logrará serlo, con la condición de que sepa mantener como un principio fundamental el equilibrio entre lo uno y lo múltiple que todo sujeto necesita para construir su identidad. La familia venidera debe reinventarse una vez más» (última frase, última página, 214).
Como decir: la familia ha existido siempre, ha mutado, pero la unión afectiva de unos adultos con sus hijos (padre-madre o no, dos sujetos, con otros sujetos-niños) es una unidad antropológica universal que protege contra el mercado y contra el patriarcalismo amenazante. Suena bien, pero aquí la unidimensionalidad roza la ingenuidad. Por muchas razones. Primero, porque no puede obviarse que la unidad familiar “burguesa” o “pequeño-burguesa” es una unidad mercantil, económica, como lo fue el oikos aristotélico. El mercado social, al menos en el mundo que conozco bien, el occidental, está organizado para alimentar, vestir, calentar (o refrescar) y entretener a esos millones de familias. No está organizado para unidades mayores de individuos, como comunas de varios tipos o unidades comunales de familias. Mercado capitalista contemporáneo y familia nuclear son indisociables, y ello vale para las formaciones sociales del capitalismo de Estado o “socialismo real”. Hoy en día, tener hijos implica que se necesitan dos sueldos para sobrevivir, como si el sistema se aprovechara – nobleza obliga – de ese “deseo de familia”.
Segundo, la expansión del neoliberalismo y de la globalización capitalista es hoy más brutal que nunca, generando toda una pandemia de guerras. Pocas personas se molestan hoy en imaginar hoy otro mundo que no sea este, salvo los nostálgicos raros de un socialismo real que desconocen o los utopistas que se dedican a colocar en las redes fotos de mujeres con fusiles de asalto, como si eso fuera una forma de emancipación. Algunos queremos modelos nuevos de sociedad, muchos sueñan mundos diferentes, pero nadie discute que este capitalismo salvaje que vivimos cada día está aquí y lo va a estar por mucho tiempo, a no ser que se destruya a sí mismo en una vorágine de guerras que colapse la Tierra y la especie humana, en ambos casos, se extinga. Dudo que la Autoridad y el Logos separador se opongan al capitalismo, pero también dudo que lo haga la anti-Autoridad y el Logos unificador.
Tercero, leído en 2018, en pleno auge de los extremismos, del racismo, del populismo de derechas, el regreso del ultranacionalismo, este libro de Roudinesco suscita una inquietante interrogación. La frase «frente al gran cementerio de referencias patriarcales desafectadas que son el ejército, la Iglesia, la nación, la patria y el partido», hoy, es como un chiste. Precisamente – en el lenguaje de Roudinesco – parece como si en vez de buscar formas diferentes de vivir, se quisiera regresar al pasado para sobrevivir al presente, porque no se puede imaginar un futuro. Ello sucede pasmosa y marcadamente en prácticamente todos los países del otrora “socialismo real”. Hay razones históricas, se dirá. Pero es que también sucede en Francia, Italia, Inglaterra, Estados Unidos y España, entre otros países. Me atrevo a decir que la muerte del marxismo tiene que ver con esa incapacidad de imaginar alternativas y ese regreso de un Padre Patria feroz sediento de venganza, pero aquí ya empiezo a pensar como el libro que comento, porque, ¿quién subvenciona, paga, entrena a los grupos más radicales tanto del neofascismo como del radicalismo islámico? No se puede pensar la realidad solo con herramientas del psicoanálisis, porque en la foto el fondo queda borroso.


Frankenstein, y el regreso del Dios-Padre

Finalmente, no se puede resucitar a los muertos. El deseo insatisfecho de familia de Frankenstein le llevó a asesinar a la familia de su creador. El Moderno Prometeo estaba hecho de trozos de cadáveres. Tal vez se pueda crear otro monstruo con trozos de otros muertos, y quizás los del cementerio aludido por Roudinesco han devuelto a la vida (o reanimado) algo latente, incrustado en las sociedades occidentales, telón de acero o no. ¿Resucitar tal vez, entonces, los cuerpos exánimes del cementerio soviético? La muerte del marxismo político no implica la de la teoría marxista. Sin embargo, ¿existe la política marxista? ¿Ha existido alguna vez? En el bloque soviético desde luego no la hubo. Dos palabras vivas son libertad e igualdad; en las dos direcciones, política y económica. Yo, ahora, como Lacan, prefiero a Edipo en Colono. Temo a Antígona, porque temo a Creonte.  

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