Hace un par de horas colgué este artículo de opinión en facebook: Why Professors Are Writing Crap That Nobody Reads ("Por qué los profesores escriben mierda que nadie lee"). Lo acompañaba una imagen de un tipo de oficina desordenada pegado al ordenador, al parecer un catedrático. Al punto sonreí y le di la razón. Ahora me sonrojo de vergüenza.
Me explicaré. El texto plantea, primero, que hay un superávit de publicaciones: millones, cientos de miles cada año; segundo, que la mayoría de ellas no las lee nadie, o casi nadie. A continuación, se realiza un pequeño salto dialéctico que es en realidad un argumento falso, gratuito: que la mayoría de esos textos solo contienen cuestiones sin sentido o estupideces hiperespecializadas sin interés alguno, y que son lenguaje sofisticado que en realidad es ruido inauténtico. Finalmente, sostiene que la regla áurea del campo es el "plagio creativo", lo que un pariente mío - que hablaba muy mal de los docentes de universidad - llamaba "el refrito".
Al principio, espontáneamente me lo tragué: "Es cierto, lo que hacemos no tiene sentido".
Sin embargo, poco después me preguntaba, ¿y con qué derecho el autor del texto puede juzgar tantos miles de publicaciones? ¿Qué le hace llevar a considerar inútiles los trabajos de investigación de tantos y tantos universitarios, docentes y científicos? ¿Es tal vez el Nous de Anaxágoras hecho carne periodística? Y me enfadé, con el texto y conmigo mismo: ¿Cómo se puede llamar "plagio creativo" a las horas de trabajo que yo empleo para hacer mis artículos, mis libros, mis traducciones?
Sobre esta cuestión (que lo que escribimos los universitarios no tiene sentido, que hay una sobreproducción de trabajos, que los índices de impacto, etc.), todos se creen cualificados para hablar, incluso aquellos que no escriben nada o aquellos que deberían escribir pero no se ponen nunca delante de la página - la pantalla - en blanco o de un cuaderno de notas. O aquellos precursores que, directamente, plagian los trabajos (los de verdad) de otros.
Los que condonan y aprueban artículos como ese son los que no escriben, o los que escriben como si no escribieran: sin placer, sin motivación, sin objetivo. Tal vez porque entre tanta discusión sobre el sentido de sus inéditas Obras Completas descubrieron que no tenían nada que decir, o ni siquiera de intentarlo.
Yo no escribo para aparecer en índices de impacto. Escribo porque me gusta. Porque tengo una relación vital con aquello que hago, porque no puedo vivir sin escribir sobre lo que estudio. Si mis artículos son leídos por más de diez personas - como se comenta con sonrisa cínica en el texto citado - entonces me alegraré de ello. Y si mi texto lo leen más de diez personas e inspira a otros tantos, me alegraré todavía más. El reconocimiento es algo fenomenal si se logra. Pero no es el objetivo último. A todos nos gusta ser populares, pero la popularidad no es el punto de llegada de una investigación. Se investiga un tema porque se quiere saber sobre ese tema, porque se ha descubierto un rastro y uno se lanza tras él como un perro de caza. Y no puede dejarlo. El texto es el lugar donde contar ese relato, a quien le interese. Es cierto: a lo mejor no tengo mucho que decir, soy solo un jornalero de la palabra, y mis textos una estadística entre estadísticas. Pero me gano bien el pan con el que alimento a mi familia. Y no es solo eso: yo quiero creer que lo que hago es más que un susurro en la inmensidad del tiempo.
Los que sonríen y aplauden artículos como el citado arriba son aquellos que lo usan de placebo, para alegrarse siniestramente de que aquellos que envidian no son tan envidiables. En el fondo, una oscura forma de resentimiento, otra manifestación más del desprecio al trabajo académico que puebla la constelación neoliberal, esos sujetos que usan la palabra "negociar" hasta para hacer la lista de la compra con su pareja.
No creo que aquellos escritores a los que más he admirado y admiro escribieran para aparecer en índices de impacto o porque los leyeran más reseñadores. Así, Juan Carlos Rodríguez: una persona que había hecho del estudio y de la escritura una forma de vida. Juan Carlos Rodríguez escribía para cambiar el mundo, y esa tensión, esa pulsión de vida, fue la que marcó a tantos de sus lectores y la que contagió a muchos de ellos del incurable, del necesario virus del estudio y de la escritura, pero concebidas como actividades para cambiar el mundo, para transformarlo, no solo para interpretarlo. Juan Carlos Rodríguez era un pensador. Yo soy solo un jornalero de la palabra: pero me basta.
Lo demás - me refiero a la discusión sobre el sentido del trabajo universitario o docente - no es escritura. Es una estadística.
Me explicaré. El texto plantea, primero, que hay un superávit de publicaciones: millones, cientos de miles cada año; segundo, que la mayoría de ellas no las lee nadie, o casi nadie. A continuación, se realiza un pequeño salto dialéctico que es en realidad un argumento falso, gratuito: que la mayoría de esos textos solo contienen cuestiones sin sentido o estupideces hiperespecializadas sin interés alguno, y que son lenguaje sofisticado que en realidad es ruido inauténtico. Finalmente, sostiene que la regla áurea del campo es el "plagio creativo", lo que un pariente mío - que hablaba muy mal de los docentes de universidad - llamaba "el refrito".
Al principio, espontáneamente me lo tragué: "Es cierto, lo que hacemos no tiene sentido".
Sin embargo, poco después me preguntaba, ¿y con qué derecho el autor del texto puede juzgar tantos miles de publicaciones? ¿Qué le hace llevar a considerar inútiles los trabajos de investigación de tantos y tantos universitarios, docentes y científicos? ¿Es tal vez el Nous de Anaxágoras hecho carne periodística? Y me enfadé, con el texto y conmigo mismo: ¿Cómo se puede llamar "plagio creativo" a las horas de trabajo que yo empleo para hacer mis artículos, mis libros, mis traducciones?
Sobre esta cuestión (que lo que escribimos los universitarios no tiene sentido, que hay una sobreproducción de trabajos, que los índices de impacto, etc.), todos se creen cualificados para hablar, incluso aquellos que no escriben nada o aquellos que deberían escribir pero no se ponen nunca delante de la página - la pantalla - en blanco o de un cuaderno de notas. O aquellos precursores que, directamente, plagian los trabajos (los de verdad) de otros.
Los que condonan y aprueban artículos como ese son los que no escriben, o los que escriben como si no escribieran: sin placer, sin motivación, sin objetivo. Tal vez porque entre tanta discusión sobre el sentido de sus inéditas Obras Completas descubrieron que no tenían nada que decir, o ni siquiera de intentarlo.
Yo no escribo para aparecer en índices de impacto. Escribo porque me gusta. Porque tengo una relación vital con aquello que hago, porque no puedo vivir sin escribir sobre lo que estudio. Si mis artículos son leídos por más de diez personas - como se comenta con sonrisa cínica en el texto citado - entonces me alegraré de ello. Y si mi texto lo leen más de diez personas e inspira a otros tantos, me alegraré todavía más. El reconocimiento es algo fenomenal si se logra. Pero no es el objetivo último. A todos nos gusta ser populares, pero la popularidad no es el punto de llegada de una investigación. Se investiga un tema porque se quiere saber sobre ese tema, porque se ha descubierto un rastro y uno se lanza tras él como un perro de caza. Y no puede dejarlo. El texto es el lugar donde contar ese relato, a quien le interese. Es cierto: a lo mejor no tengo mucho que decir, soy solo un jornalero de la palabra, y mis textos una estadística entre estadísticas. Pero me gano bien el pan con el que alimento a mi familia. Y no es solo eso: yo quiero creer que lo que hago es más que un susurro en la inmensidad del tiempo.
Los que sonríen y aplauden artículos como el citado arriba son aquellos que lo usan de placebo, para alegrarse siniestramente de que aquellos que envidian no son tan envidiables. En el fondo, una oscura forma de resentimiento, otra manifestación más del desprecio al trabajo académico que puebla la constelación neoliberal, esos sujetos que usan la palabra "negociar" hasta para hacer la lista de la compra con su pareja.
No creo que aquellos escritores a los que más he admirado y admiro escribieran para aparecer en índices de impacto o porque los leyeran más reseñadores. Así, Juan Carlos Rodríguez: una persona que había hecho del estudio y de la escritura una forma de vida. Juan Carlos Rodríguez escribía para cambiar el mundo, y esa tensión, esa pulsión de vida, fue la que marcó a tantos de sus lectores y la que contagió a muchos de ellos del incurable, del necesario virus del estudio y de la escritura, pero concebidas como actividades para cambiar el mundo, para transformarlo, no solo para interpretarlo. Juan Carlos Rodríguez era un pensador. Yo soy solo un jornalero de la palabra: pero me basta.
Lo demás - me refiero a la discusión sobre el sentido del trabajo universitario o docente - no es escritura. Es una estadística.
Comentarios
Dentro de esa lógica anti-intelectualista, el derroche de la palabra o la inteligencia es un exceso que no se puede permitir, es una amenaza, una forma de rebeldía. Lo que yo le agradeceré siempre a un pensador como Juan Carlos Rodríguez no es que me encendiera ninguna luz, sino que me animara a ver y a pensar en la oscuridad.