Atenas al
estrado.
Sobre Athens on Trial (Princeton
University Press, 1994), de Jennifer Tolbert Roberts.
Este
resumen comentado tiene dos partes: (1) una explicación de lo que el libro
plantea y (2) una muy breve exposición de los contenidos de esta obra magna - también
en tamaño.
El texto se enmarca en el proyectode I+D: "Larecepción de la filosofía grecorromana en la filosofía y las ciencias humanasen Francia y España desde 1980 hasta la actualidad" FFI2014-53792-R(2015-2017).
1
Se trata de un libro complejo, de larga elaboración, lleno de ideas; lo que aquí expongo es un breve resumen con algunos apuntes, consciente de que hay mucho, en esta obra, para reflexionar. Jennifer Tolbert Roberts expone cómo la democracia
ateniense, el «esperanto moral de las democracias occidentales», ha sido
valorada, moralizada y juzgada en la historiografía occidental desde el origen
de la teoría política; demuestra la compleja relación de amor y odio,
fascinación y rechazo, que historiadores, filósofos y políticos de las democracias
occidentales mantuvieron y mantienen frente a su supuesto predecesor, la Atenas
democrática.
La historia de esas relaciones es problemática. La teoría política escrita (expresión que significa lit.
“mirar la polis desde fuera”) fue antidemocrática desde sus inicios, desde
Platón, y empeñada en demostrar que la democracia se transforma en ochlocracia (o “poder-dominio, de la
masa (ochlos)). Para el historiador
Jenofonte, los pobres no son material político, deben ser excluidos de las
tomas de decisión.
Hubo otra tradición alternativa (un ej. aunque tardío, Elio Aristides
y su Panatenaico), pero en la modernidad
se desarrolló la hostil. Por otro lado, los textos que conservamos, pertenecen
en su mayoría a la tradición anti-democrática, si bien no puede olvidarse
cuánto se ha perdido. (La autora nos recuerda que
tenemos un puzzle al que le faltan demasiadas piezas, así que es difícil
construir un relato cerrado y único, una verdad total.)
En los capítulos finales de su obra, Jennifer Tolbert
nos explicará que el principal problema de las representaciones o
reconstrucciones de la Atenas democrática, tanto especializadas como de tipo
divulgativo o periodístico, es que han solido ser elaboradas por personas que creían
ser una élite. Es cierto que desde el siglo XX afluyen críticos e historiadores
que no sólo son blancos eurocéntricos (anglosajones o germánicos o gálicos) o
simplemente hombres europeos más o menos conservadores. Ello no implica una
mejor valoración de la democracia directa y asamblearia de Atenas, porque también
hay una tradición anti-ateniense formada por cohortes de marxistas, feministas
y post-coloniales que reprochan a Atenas los esclavos y la situación de la
mujer (algo parecido, opino, como reprochar al sistema formal de las
democracias representativas de tipo occidental la existencia de los sweatshops) así como el imperio.
Una mejor valoración del sistema ateniense ha procedido
y procede de la profesionalización de la historiografía y de la filosofía de la
historia. Jennifer T. Roberts distingue entre los estudios serios, fríos,
distanciados y especializados del mundo académico, y los escritos ensayísticos,
divulgativos, e incluso periodísticos. Estos, e incluso bien entrado el siglo
XX y todavía hoy, han tendido a usar el ejemplo moral del tipo: Atenas la
Francia revolucionaria o el poder bolchevique, o Atenas es Estados Unidos y la
Rusia soviética es Esparta. Los trabajos que exigen más paciencia, reflexión y
distancia, es decir los universitarios, no prescindieron de la manía del
ejemplo y la analogía fácil hasta el siglo XX, y a veces pueden aparecer (algo
a lo que tienen sobre todo algunos productos de los departamentos de ciencias
políticas norteamericanas, por ejemplo el libro, por otra parte bastante bueno,
de John Zumbrunnen, Silence and Democracy: Athenian Politics inThucydides' History (Pennsylvania State University Press, 2008)). El resultado de esta distancia, de una concentración
del campo sobre sus propios objetos, es una mayor valoración de la democracia
ateniense
Toda la obra se reúne en torno a unos capítulos
iniciales y los capítulos finales que resume lo que va a decir, dando vueltas
en torno al mito de Atenas como una mariposa nocturna en torno a la luna (o si
se prefiere una metáfora menos respetuosa, como un tiovivo cuyo eje central es
un extraño tótem). Hay algo de desorganización, desparramamiento de contenidos
(es un libro voluminoso), y descolocación de mucho material: Jennifer procede
por amplificación de lo que ha ido diciendo antes. Entiendo que es difícil dar
tanta información en tan pocas páginas y en tan poco tiempo. Por otro lado, el
estudio se centra en Inglaterra, Francia, Alemania y Estados Unidos. Poco o
casi nada se explica sobre los demás países… Pero entiendo y comprendo que no
se puede saber de todo.
Y otra cuestión: ¿Qué sentido tiene la historia
intelectual sino se la conecta con la historia de la educación y con la
historia de la presencia de las ideas de los conflictos sociales? Creo que es
una pregunta fuera de lugar en lo que se refiere al libro que tratamos, porque
éste es una historia de la historia o una historia de la historiografía, a
medio camino entre la relativización y la construcción del relato, pero dando una
idea de los debates principales, como si fueran la punta del iceberg. Cierto
es, sin duda, que un estudio de qué se enseñaba en colegios de primaria y
secundaria al respecto sería productivo, pues es en esas edades que algunas “consignas”
y “frases” se fijan para siempre en el cerebro. (No se olvide, por otro lado,
que Jennifer T. R. se considera parte de un proyecto de educación democrática,
junto con J. Ober y Euben, ellos mismos buenos historiadores de Atenas del tipo
“liberal”.)
El relato que constituye Jennifer es coherente,
jamesoniano en su fondo pero con matices importantes, ya que es,
afortunadamente, algo más relativista. Sé que el adverbio
"afortunadamente" podría provocar en mis amigos marxistas una
sonrisilla sardónica, pero si se ven las dos citas del inconsciente político
que discute la autora al final de su obra, se comprenderá: el inconsciente
político de Jameson, en el 2015, pertenece a otra época. No sé, de todas
maneras, si se trata de hablar de representaciones, de inconsciente ideológico
o de inconsciente político. Creo que las tres denominaciones o explicaciones
valen para tratar de comprender lo que Jennifer ha intentado en su libro. Y
tiene la astucia o la prudencia de no responder una cuestión: ¿qué sentido
tiene estudiar la historia de Atenas hoy si ejemplificar es incurrir en
anacronismos? ¿Se relaciona la insistencia de los que creen que Atenas es un
paradigma importante en la educación occidental con los recientes ataques que
los estudios clásicos vienen recibiendo desde hace algunos años, es decir, que
algunas personas protegen su salario y su profesión? Jennifer T. Roberts adopta
una posición intermedia, decantándose finalmente por la importancia de las humanidades.
2
Después de la introducción (en la que prácticamente se
resume la obra, algo que vuelve a suceder en el epílogo), la autora se centra
en el mundo antiguo en los primeros capítulos.
Como todas las aristocracias, la de Grecia también se
creía especial, elegida. En su construcción de la imagen de sociedad es importante
la palabra clase, que la democracia
quiere negar. Teognis, Solón, Tucídides, Aristóteles, el texto de
Pseudo-Jenofonte… todos contra la democracia, según la autora, desde posiciones
más o menos moderadas, más o menos oscuras. Por ejemplo, Tucídides no está claro: quizá un oligarca moderado, no se sabe, nunca deja clara su posición.
(Luego pasa al discurso de Alcibíades en Esparta; y después al moderado Terámenes
y al golpista oligárquico Critias.) Estas páginas de la obra son ricas, pero
quizás no añaden demasiado conocimiento a lo sabido, aunque la síntesis-comentario
tiene relámpagos de brillantez. Algo más interesantes son las descripciones de
la influencia de Elio Aristides en Bruni y en la existencia en Florencia y
Venecia de sistemas que se espejeaban en Atenas; siempre se reprochará de ambas
la inestabilidad y conflicto civil, pero algo quedará en el imaginario
democrático.
El cap. 4 de esta primera parte empieza con Popper sobre
Sócrates, y la autora deja caer el antidemocratismo del filósofo de Alopeke. Su
talla filosófica (la de Sócrates) hace que muchos libros sobre él sean también
posicionamientos sobre la democracia (ver página 74). La posición
antidemocrática de Platón es más o menos clara, con toda la complejidad que se
quiera encontrar, sobre todo el ridículo pasaje (recuerda el comentario del
Viejo Oligarca) sobre la arrogancia de los animales en la democracia.
Por otro lado, La tradición antidemocrática ha
incorporado los ataques de Platón como si fueran ataques a Atenas, ignorando
sus ataques a la oligarquía. La visión de Platón además, no ofrece paralelos
históricos. No es Tucídides. Platón además está obsesionado por las
metamorfosis y los cambios, está obsesionado por encontrar una posición
estática (paradójicamente, por mucho que en la antigüedad se quejaran los autores
que conservamos, la realidad era que el régimen democrático era estable). Hay
peculiaridades psicológicas y también una tradición intelectual detrás pero
también (84) enormes prejuicios de clase y desprecio del trabajo manual (como
en Aristóteles). Una aristocracia de la tierra enfrentada a una nueva
aristocracia del comercio de la riqueza (87). Ni Platón ni Aristóteles dan
ejemplos históricos, fallan al mostrar qué otra constitución habría funcionado;
sus posiciones, además, ganarían fuerza con el tiempo desaparecida ya la
democracia.
«Jugar con el pasado» (parte II, cap. 5).
En Roma había una actitud hacia
lo heleno ambigua: se sentían moralmente superiores, pero se educaban en
griego. En el imperio, en la segunda sofística (siglo II de nuestra era)
aparece un texto escrito en griego (lengua de cultura) que va a ser más o menos
olvidado, pero que en el Renacimiento tuvo un cierto eco: es el Panatenaico del orador Elio Aristides,
al que hay que contar también el ataque a Platón en su “En defensa de los
cuatro”.
En el renacimiento y en el siglo XVIII el que triunfa es
Plutarco, del que nos quedan casi todas las obras. Por qué él y no otros, a
saber, pero quizá por su moralismo, su creencia en la grandeza del autócrata
ilustrado, por su síntesis de lo griego y romano. También su imagen de la plebe
como algo irracional e irrazonable. A Plutarco hay que aprender a leerlo:
localizar las fuentes que usa, que son muchas y bucear entre sus dudas y titubeos.
Lo que Plutarco intenta con la democracia ateniense es trasponer la República
romana, sus valores cívicos, ética, y solidez moral… y sus oligarquías.
Jennifer T. R. da un salto de la antigüedad al
Renacimiento, saltándose la edad media. En el Renacimiento, la historia es la
de Florencia y Atenas, y Bruni. La indefinición de la palabra como libertad es
combustible para el fuego de las pasiones (122). Venecia sería considerada una
oligarquía, pero es comparada a lo mejor de la antigüedad.
Realmente todos, entre ellos Maquiavelo, admiran a
Esparta. La tendencia es a tratar más la historia romana, y hay algo de
desconocimiento de la historia griega. El uso de ambas sin embargo es
anecdótico. Buscando lecciones políticas. Hay mucha ignorancia y analogías
fáciles y más tapicería de conocimiento de causa. No se valora la democracia
sino Atenas y sus fracasos.
En la Era de las revoluciones, estudia la autora América
y los padres fundadores y su visión de la antigüedad. Pero la sensación general de todos
estos pasajes es que, como explica la autora, se mira más al futuro que al
pasado.
Alrededor del siglo XVIII, los franceses se vieron en
Roma y en Esparta, salvo algún caso como Voltaire. Los héroes revolucionarios,
mártires o verdugos, se ven en Foción y Sócrates.
Inglaterra siempre fue hostil, sólo hasta que los
victorianos vieron en apenas un espejo de sí mismos.
Los padres americanos fundadores tenían una visión
fundamentalmente negativa y también los alemanes, a pesar de ser los reyes de
la filología durante mucho tiempo.
Prácticamente, la antipatía hacia Atenas se relaciona
con un sentimiento anti-plebeyo, elitista, que ve en la “masa” un ente ciego e
irracional, caprichoso, que recuerda a la frase de un personaje mafioso de El
Padrino 3 de Coppola que espeta: “Quien confía en el pueblo construye sobre
fango”, antes de ser asesinado en los pasillos del Vaticano. Al carácter
voluble y caprichoso de la “plebe” se debe la inestabilidad de la democracia.
(¿Inestabilidad? No suele mencionarse que la democracia sobrevivió más de
doscientos años, con tres guerras totales: las invasiones persas, la del
Peloponeso y la conquista de Macedonia.) (Estos reproches ilógicos, como que el
fracaso de la democracia se debió a que la democracia era un fracaso, como si
las derrotas militares se debieran al sistema…)
Paradójicamente, a pesar de la posterior visión conservadora
de Burckhardt, Wilamowitz y Meyer, a los filósofos alemanes (Herder, Schiller,
Hegel) y a Holderlin les corresponde el haber percibido una relación entre los
logros culturales atenienses y su sistema político. Pero la posición alemana
será fundamentalmente estética, ya desde el principio con Winckelmann (1755) y
la heleno-manía (cap. 10).
Los cambios interesantes en materia política comienzan
alrededor de 1846 con la publicación de la historia de Grecia a cargo de George
Grote, lo que va dar paso al nacimiento de una tradición pro ateniense, más o
menos entusiasta de la democracia de tipo ateniense. Grote, un banquero que no
pudo dedicarse a universitario, tenía ideas liberales, era amigo de John Stuart
Mill. Con él se inicia una línea de pensamiento histórico en la que aparecen
luego Finley, Josiah Ober, y por otros derroteros Arendt y Castoriadis. (Es
curioso, pero el hecho es que en Athens
on Trial, un libro de
historiografía sobre la historiografía de la Atenas democrática, no aparece
nada sobre Arendt y Castoriadis, y en el caso del marxista Ste Croix, apenas un
par de líneas sobre la magnitud de su obra: cierto que se trata de filósofos,
pero lo de Ste Croix extraña, como que a Luciano Canfora lo cite una vez y en
nota.)
Pero la nueva postura pro ateniense de Grote tiene más
agujeros que un colador, más que nada por la cuestión de las mujeres y los
esclavos, que son las dos cuestiones en torno a las cuales giran las
descalificaciones o aprobaciones de los demócratas atenienses.
Esparta es vista, cada vez más, con antipatía. Un gran
contraste con los sueños de Robespierre y los revolucionarios franceses… serán
los nazis los que inviten a la juventud alemana a vivir como espartanos y a
morir como ellos, como en el epitafio de Simónides a los caídos en las
Termópilas: los que murieron con mucho honor y poca utilidad, según E.
Aristides en el Panatenaico. Hegel y
sus sueños de idealidad en cierto modo prefiguran los de Marx, y de fondo la época de
Pericles (un pasado donde el hombre no estaba fragmentado). Pero Hegel coincide
con Benjamin Constant, en que los tiempos modernos son muy diferentes.
En Inglaterra la tradición positiva creada por el libro
de G. Grote, como ya se explicó, se prolonga hasta el siglo XX, pero Atenas recibe
nuevos ataques por parte de los marxistas y feministas, entre otros. Se trata de
interpretaciones holísticas, que condenan la esclavitud, la situación de la
mujer y el imperio, llegando a concebir Atenas como un “club” de hombres
políticos (no muy lejos de la tradición conservadora de lo que Ellen Wood llama
“el mito de la multitud desocupada”.)
A partir de la segunda mitad del siglo XX, se puede
decir que hay dos campos: uno procedente de la tradición pro ateniense aunque
muy modificado por la especialización académica, y otro procedente de la escuela
del filósofo Leo Strauss, de alguna manera recuperador de Platón y Aristóteles.
En los últimos años (mientras Jennifer T. Roberts escribía), hay una vuelta de
los debates sobre Atenas, que coinciden con ataques a la pertinencia de los
estudios clásicos. En las dos líneas trazadas, puede haber -sugiere la autora -
un intento por parte de los estudios clásicos de legitimar su existencia.
_________________________
La democracia ateniense es una anomalía histórica: esta
es la opinión de quien esto escribe, pero parece coincidir en parte con la
autora de Athens on Trial, que habla,
en la última página (315) de “extraordinarily vibrant civilization and a
surprisingly bold experiment in government”. Un “experimento valiente”: dejo
una pregunta en el aire: ¿Por qué “experimento”?
Una anomalía porque en los apenas tres mil años de historia occidental, y apenas 200 de democracia representativa, la historia ha sido, en general, la de las oligarquías, dictaduras, totalitarismos, o votar cada cuatro años en sistemas tendencialmente bipartidistas con líderes caristmáticos. Pero no es este el lugar de continuar esta discusión.
Una anomalía porque en los apenas tres mil años de historia occidental, y apenas 200 de democracia representativa, la historia ha sido, en general, la de las oligarquías, dictaduras, totalitarismos, o votar cada cuatro años en sistemas tendencialmente bipartidistas con líderes caristmáticos. Pero no es este el lugar de continuar esta discusión.
No hay respuestas para todo, porque todas las
preguntas posibles no han sido planteadas. No se trata solo de las reglas y el campo de
juego en el que se pueden formular qué interrogantes. A lo mejor un día
aparecen más obras escritas (papiros, códices, más historiadores, testimonios),
nuevos descubrimientos arqueológicos no solo epigráficos… que nos saquen del
círculo de datos alrededor de los cuales pensamos.
¿Un ejemplo? No, dos. La aparición en el siglo XIX de la
llamada Constitución de los atenienses (atribuida
a Aristóteles y titulada mal, porque los atenienses no tenían constitución), y
la conservación milagrosa, entre los papeles del historiador filoespartano
Jenofonte del pequeño texto de apenas 20 páginas titulado “Sobre el sistema
político de los atenienses”, escrito, con toda probabilidad, por un oligarca, y
que constantemente repite: «Con relación al sistema político de los
atenienses, no apruebo la forma de organización [tropôn], pero una vez que se decidieron por el poder del pueblo [dêmokrateîsthai], parecen salvaguardar
bien la democracia empleando los medios [toutô
tô tropô] que yo he descrito» (3,
1).
No es la primera vez que a la hora de terminar un texto
me acuerdo del Viejo Oligarca, como lo llamaba Gilbert Murray. Quizás porque
las preguntas que ese tipo se planteaba, en su hostilidad a la democracia, son
parecidas a las que nos seguimos planteando nosotros casi tres mil años
después. Nosotros, que vivimos en un sistema de democracia representativa,
semi-oligárquico.
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