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Eurípides Whig-Liberal



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Eurípides y su tiempo (Euripides and His Age, 1913 y 1946) de Gilbert Murray (1866-1957), presenta la obra del tragediógrafo ateniense como un desarrollo al paso de los acontecimientos. La obra de Eurípides dibuja un arco que va de la celebración del mundo de Pericles a la censura de los excesos militares y del poder exagerado - oclocrático según Murray - del demos. La obra habla de las ideas del hombre, pero este poco aparece, sobre todo por la miseria de datos disponibles. También los dramas atenienses hablan sobre todo de política, prácticamente nada de la vida privada, que incumbirá a la comedia nueva (Menandro, Dífilo y Filemón), cuando la democracia ateniense desaparezca  y, tematizadas y reflexionadas por el epicureísmo y el estoicismo, suceda en las subjetividades una retirada hacia el interior, para sobrevivir solos en un mundo hostil de diádocos, epígonos y emperadores (algunos sin control de sí mismos, por tanto incapaces de gobernar a los demás, lo que hace el relato de Suetonio). Pero en época de Sófocles y Eurípides, las obras glosan los acontecimientos políticos y reflexionan sobre ellos, a menudo, aunque sin pretenderlo, creando mitos de proyección transhistórica. 
 
El librito tiene dos ediciones (1913 y 1946), creo que con pocas variaciones, apenas un par de párrafos que son más que importantes: porque en 1914 sucedió la Gran Guerra. Murray pensó que sería cutre insistir o reformular lo expuesto sobre Troyanas, Hécuba o Andrómaca. Quizás me equivoque, ya que no he hecho un estudio crítico de los cambios.

Eurípides, acusado de impiedad por Cleón (p. 45), es representado  como exponente de la continua lucha entre las fuerzas de la ignorancia y la Ilustración. También como Anaxágoras y como Sócrates. Es el relato de Murray. Dicho de otra forma: la lectura de Eurípides y su tiempo se vuelve doblemente apasionante si se leen los diferentes relatos sobrelapados, colocados en capas: el primero, el que lo vertebra, es el de la propia posición de Gilbert Murray, que quiere entender la obra de Eurípides desde una perspectiva historicista, frente al clasicismo tradicional (el de los "modelos" universales) o las lecturas filosofantes (Nietzsche y  lo dionisíaco) o hiperestetizadas (lo bello eterno, la forma). El segundo relato versa sobre la posición del escritor y del intelectual en el mundo, y sus raíces ideológicas se encuentran en el nacimiento del campo intelectual. Otro contenido interesante es el de la contrastación por parte de G. Murray entre las obras modernas, en las que domina el experiencialismo y la subjetividad, que llegan en forma de empatía, y las antiguas en las que el código dominante es un corsé que constriñe la creatividad pero que, al mismo tiempo, ofrece otras posibilidades creativas.

Primer relato: la lectura historicista de Eurípides es lo que hay debido a los datos. El mundo de Atenas de Canfora llena los huecos. Para Murray, Eurípides fue un incomprendido por sus contemporáneos pero triunfó para la posteridad. Educado por Anaxágoras, crece con ideas avanzadas; otros posibles maestros: Protágoras, Arquelao, Pródico, Diógenes de Apolonia. Y Sócrates. Lo de su vida retirada de sabio creador (incluso si no es de creer lo de que vivía en una caverna, aunque por qué no) tiene más apariencia alegórica que real. Su supuesto feminismo o misoginia es una pregunta sin respuesta, o una pregunta mal planteada.

Pero fascinante es el relato de la fractura intelectual-democracia. Conforme va exponiendo el resumen de las distintas tragedias conservadas, así como de las que tenemos noticia, el autor enlaza la lectura al relato sobre la posición del creador en el mundo. 

Eurípides, para su tiempo, es de ideas avanzadas, como hemos dicho, pero resulta que Ilustración y democracia - y esta narrativa se hace crucial en la representación del hombre que escribe y sobre el que escribe - no necesariamente van unidas (p. 90-91). Los atenienses eran un poco brutos. «La democracia ateniense, tal como la concebían Pericles, Eurípides o Protágoras, suponía un pueblo libre, altamente civilizado, enamorado de la “sabiduría”, exento de supersticiones […]», pero la sabiduría de Pericles y los sofistas solo les había tocado superficialmente; los atenienses normales  «...es de sospechar que, cuando volvían a sus rincones campestres y escapaban al embrujo de Pericles y su “sabiduría”, se entregaban de nuevo a las más estúpidas y crueles prácticas de la magia agrícola, volvían al terror de las viejas supersticiones, trataban a golpes a sus esclavos y a sus mujeres, y odiaban como extranjero al que vivía unas cuantas millas más allá, según lo habían hecho antaño sus abuelos. Y lo que parece haber sucedido al término de la guerra es que, debido en mucho al entusiasmo democrático por el movimiento sofístico de Atenas, la gente vulgar vino a concentrar en sus manos el poder» (92).
El espectro que se cierne sobre el relato es, como no, el de los jacobinos y sans-culottes, porque estamos en 1913, y no 1917 - la cuestión es por qué no hubo cambios en la edición de 1946: «Así como la Revolución Francesa trajo al poder una muchedumbre de labriegos brutales y supersticiosos, legítimos productos del Antiguo Régimen incapaces de comprender los ideales de la Revolución, así la Ilustración ateniense trajo al poder a las viejas masas de sentimientos no depurados, entre las cuales jamás habían penetrado los altos ideales propuestos por la nueva doctrina.» (92)

Las masas enloquecidas e ignorantes cortando cabezas o recetando cianuro, es lo mismo. Y ello - ahora el relato es mío - porque no nos ha quedado la obra de ningún tragediógrafo partidario de los sucios palurdos sin sentimientos depurados, o porque la posteridad los ha silenciado... o porque no escribían tan bien - pero en esto, ya que no hay cómo comparar, mejor callarse.

¿Es injusto hablar con tanta socarronería de Murray, o incluso hacemos injusticia a Eurípides o a sus obras? Lo es y no lo es: lo malo de la objetividad histórica es que acaba objetivando a uno mismo. Es imposible, a estas alturas, no sentir algo de antipatía por el elitismo cultural de Murray. A estas alturas, sin embargo, vestir el propio infantilismo izquierdoso de jitón o himatión es ridículo. En ambos casos el anacronismo se usa de aquella manera. Trataré en otro lugar de esto  (al final hay una nota más), porque la cuestión es harto larga y compleja: remito a Nichole Loraux (La guerra civil en Atenas) y Luciano Canfora (Ideología de los estudios clásicos, El mundo de Atenas) y al artículo de J. L. Moreno Pestaña "Ortega, el pasado y el presente de la escolástica universitaria". No es una cuestión fácilmente descartable recurriendo a la "alteridad", a un sociologismo duro o a tonterías universales (del tipo la inteligencia contra la masa). Además la fractura está viciada y tiene un aroma platónico: el sabio y "los muchos". (Lo dejo así por ahora, pero el mito de la muerte de Sócrates tiene tela.)


2 Arouet-Eurípides y la rebelión de los palurdos

Eurípides, en obras como Electra, es contrario a la religión tradicional:  la divinidad detrás es un poder de las tinieblas, los héroes no lo son, sino criaturas humanas vacilantes, quebrantadas por sus pasiones. En otras obras después del 415, sus últimos años en Atenas, se inicia un periodo melancólico, pero hay prédicas por la paz y la reconciliación…  en un primer período,  el ateniense habría estudiado la venganza (quizás fruto de una enorme injusticia), pero después del 415, parece decir que el sufrimiento es inevitable y que es necesario la aceptación, la paz, y el perdón (uno piensa en Hannah Arendt, de La condición humana, cuando habla de la reconciliación y el perdón como solución a lo irreversible). En el Eurípides volteriano hay algo del propio humanismo de Murray, cuya hija intentó, en su lecho de muerte, hacer volver al catolicismo.

Eurípides, ya viejo, huye de Atenas a Macedonia.  Estamos en los años posteriores al 408. Murray presta oídos a la tradición que cuenta que su mujer lo engañaba y que los atenienses se reían de él, además de las críticas a su obra. Quizás ese pitorreo público (schadenfreude, es la palabra usada) le fuerza a marcharse: quizás fuera el ambiente político, más bien.
No sabemos cómo murió (lo de que fue devorado por perros de caza y la historia del moloso es probablemente una patraña, o una alegoría, habría que decir). Ya había fallecido con Las ranas, en el 405.

Bacantes: una obra compleja, sobre todo si se pregunta qué es lo que se pretende. Obra muy tradicional, en forma (ecos de Esquilo), pero es pueril aceptar la interpretación tradicional, que dice que el gran racionalista («veterano francotirador del pensamiento», 148) se arrepintió y se hizo religioso. 

En el Orestes: “Somos esclavos de los dioses, sean los dioses que sean”, fuerzas que conforman y destruyen vidas humanas, moralmente no mejores que el hombre, que al menos ama y quiere entender y puede sentir piedad. Tal es la impresión de Bacantes, Hipólito, Troyanas. Después Murray alude a que Eurípides parece aludir a una pulsión de muerte, dado el dolor de la vida: «“...que nos aferramos a este mundo extraño que se extiende bajo la luz del sol, y estamos enfermos de amarlo, porque somos incapaces de ver más allá del velo que lo limita.” Pensamiento éste de veras conmovedor y muy cerca ya de la verdadera mística» (ver Hipólito, 191 y ss.) (p151); mantiene que Eurípides estaba cansado de "la grey" ateniense, corrompida y cínica, y busca un campesino ideal, una amathia [no-aprendizaje] pura, la soledad pacífica de la naturaleza. "La religión secreta de la poesía" habla en la última obra, porque quien va a morir dice la verdad. Mística dionisíaca de la poesía, o mitología secular de un dramaturgo racionalista. G. Murray traduciría en verso los dramas.

En el capítulo VIII trata la forma, desde el punto de vista de un estudioso, traductor y adaptador para la escena de todo el canon del drama griego. Los moldes y normas retóricas del mismo son rígidas, pero tienen la ventaja de que no hay que ganarse al público. La obra sucede en una escalada de tensión que suele terminar en serenidad y quietud, y puede que incluso un dios venga fuera del aparato escénico a relajar una dialéctica enloquecida o violenta.
Para Murray, la tragedia es un ritual de muerte y renacimiento que versa sobre el destino y la fragilidad de la vida humana, la hybris, la venganza y el conflicto; el coro toma el lugar de la metáfora y de la reflexión, derramando lirismo sobre el conjunto: expresar lo que queda, el residuo que no les es dado a los personajes. El coro, música y danza, inicio primitivo de las fiestas, era algo religioso, expresar algo que brota de aquella emoción para la cual no existen palabras. El drama lo magnifica todo bajo una onda mágica sin nombre: eternidad, universalidad, Memoria, la cual, así interpretada, tiene un poder mágico. La tragedia sucede en dos dos planos: los hechos y lo universal, los cuales, como plantea Cornford - dice - en Thucydides Mythhistoricus, se entremezclan (F. M. Cornford (1874 - 1943) escribió el libro en 1907 y trabajaba en Cambridge). 
Aristóteles mantendría que la tragedia da campo libre al horror, para vencerlo; Murray añade que transmuta la materia en pura belleza: Eurípides supo armonizar estos polos opuestos mejor que ningún escritor. «A despecho de algunas faltas, el más trágico de los poetas», citando a Aristóteles.

Así finaliza el ilustre filólogo su biografía del ilustre tragediógrafo, algo hagiográfica aunque no podía ser para menos, porque hay escritores tan canónicos que no soportan, en determinados estados del campo cultural, una desacralización demasiado rigurosa. Sin embargo, algo ha sucedido: los clásicos ya no son modelos eternos, nuestros, sino poseedores de una alteridad propia que nos sigue hablando, pero desde un pasado histórico y antropológico lejano, incluso primitivo, que hay que traducir. Ello no evita con todo fantasmas políticos propios: en otras palabras, que el tiempo político no es leído con tanta distancia y lejanía. Y aquí retomo el inicio de esta entrada.

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Cuando se lee sobre la Atenas clásica o Roma, se topa una y otra vez con las mismas analogías: la Guerra Fría, los nazis, y un largo etc.; de jacobinos a prusianos, todos han querido verse en el conflicto peloponesio o en las bella civilia (las guerras civiles), incluso llegando a comparar Irak con la expedición a Sicilia. Cada cual se identifique con lo que quiera. También, seguro, ha habido feministas que veían en Juana de Arco una imagen de igualdad. Propaganda y creencia se informan mutuamente. En realidad, se trata, en principio, de estetizaciones culturales resultado de la educación y cómo el individuo carga libidinalmente sus identificaciones espectrales: hay un lado cómico en el asunto, como cuando uno suelta una perorata familiar, tiene razón, es escuchado, y acaba creyéndose un Lisias o un Cicerón.

Pero hay más. Las geografías de estos mitos son complejísimas y tocan todos los campos, también el Ideal del proto-intelectual j'accuse. Algunos de estos relatos son, a la vez, cargas de profundidas y submarinos nucleares. No son identificaciones a la ligera, juguetonas, sino que tienen ese aire viciado y cargado de todas las cuestiones de identidad, tomada esta palabra en sentido fuerte. Es propaganda y es sentimiento, Ideal del yo. Y no solo patrimonio de los conflictos políticos, sino trenzados del campo político y el cultural, necesario dado el carácter imaginario, elitista o populista, de las comunidades imaginarias y de las comuniones políticas.
La lectura de la democracia ateniense contiene dos ejes centrales: su celebración y su denigración, pero el relato del intelectual se trenza a ambas grandes narrativas. Y dado que el tema es sensible, resulta difícil pronunciarse, si es que el campo cultural da la ocasión. Últimamente, parece, se va aclarando (los libros sobre el juicio de Sócrates o el reciente de Ismard). Este relato doble o doblado se ha usado para todo, como metáfora. Sólo hay que leer a L. Canfora, Ideología de los estudios clásicos (orig. 1980), objetivando, además, al mismo Canfora. Sé que hay que matizar más y que cada campo contiene sus características, pero como esqueleto ideológico, el asunto ha estado ahí y lo sigue estando. Y lo estará.

Cuando se lee sobre la Atenas clásica, se topa una y otra vez con uno de esos relatos analógicos, este procedente de cierta antipatía elitista o de inversión del populismo. El relato, ojo, no proviene de la realidad, sino que es una construcción elaborada durante los últimos 2.500 años, y que suena así: «El pueblo ateniense desarrolló en su lucha contra los persas totalitarios una democracia viva y pujante, que se fue corrompiendo y traicionándose a sí misma y a sus aliados, y que tuvo su clímax de degradación en la matanza de Melos y el asesinato de Sócrates. El partido de la democracia radical era imperialista, esclavista, androcéntrico, xenófobo y peligrosamente impredecible. Los sofistas sabios o los filósofos eran progresistas, racionalistas, agnósticos e incluso pacifistas.»

El problema, o la lógica, es la de cómo se hacen las analogías. La de Murray, whig-liberal, filólogo con conexiones en otras esferas (junto a Bertrand Russell o H. G. Wells), es una de ellas: uso del propio capital para representar el campo político o dar un sentido a los terribles conflictos del presente, retraduciéndolos desde el lenguaje del campo. De cierto, se trata de impregnaciones artísticas del campo académico, lo que prueba el éxito del librito de Murray; es decir: un cortocircuito entre el campo literario y el campo universitario, con más peso científico: de ahí la sensación de estar ante un ensayo - serio -. Lo literario es hacer empático al ateniense, y ateniense al lector y autor.

En todas se construye una dicotomía básica o, si se prefiere una expresión menos pedante, una oposición fundamental: el pueblo y los intelectuales. Históricamente, puede haber muchas hipótesis de trabajo, pero estoy seguro de que esta imagen surge en el XVIII y XIX, con el nacimiento del intelectual moderno (una reelaboración dialéctica de la historia de las ideas con la teoría de campos y redes - Bourdieu y R. Collins - enriquecería el análisis). A los que vivimos en el mundo universitario nos compete estudiar, matizar y representar el mundo social sin mistificaciones, para que la imagen estetizada del campo artístico o el elitismo intelectualista no ciegue la lectura del mundo y sea posible una participación o incluso un entrecruzamiento fructífero del campo cultural, universitario, y político. Y dejar las identificaciones para las bromas y la literatura, lo que es  legítimo de suyo; lo otro es ruido y panfleto, demagogia. Hay que atreverse a ser uno mismo.

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